La reciente jornada electoral de junio en México, particularmente en el estado de Chihuahua, ofrece una excelente oportunidad para reflexionar sobre cómo medimos el éxito y el fracaso en política. Con una participación ciudadana que apenas alcanzó el 13%, muchos se apresuraron a calificar este proceso como un fracaso rotundo. Sin embargo, esta conclusión merece un análisis más pausado y menos emocional.
La elección para renovar al Poder Judicial, tanto a nivel nacional como estatal, fue inusual desde su concepción. No solo por el número de boletas —once en total, repletas de nombres ajenos al reconocimiento público— sino por la inédita naturaleza del proceso. A diferencia de las contiendas por cargos legislativos o ejecutivos, donde los actores y sus propuestas son más visibles, esta votación careció de narrativa política clara y de una pedagogía cívica efectiva. No se puede esperar entusiasmo popular cuando se desconoce qué se vota y por qué. Y hay que decirlo, pocos medios nos comprometimos para visibilizar el proceso.
Sin embargo, si atendemos a las propias expectativas institucionales y a los pronósticos de observadores, analistas y partidos, la historia cambia. Desde un inicio se proyectó una participación de entre el 4% y el 10%. Alcanzar el 13% puede parecer marginal desde una óptica estrictamente numérica, pero bajo el estándar planteado por quienes organizaron y estudiaron esta elección, se trata de un logro. ¿Es bajo? Indudablemente. ¿Es un fracaso? No necesariamente, si el objetivo era validar un mecanismo novedoso y ponerlo a prueba.
Lo verdaderamente cuestionable no es la cifra en sí, sino las decisiones políticas que la acompañaron. Resulta paradójico —y decepcionante— que actores políticos como el Partido Acción Nacional, con una larga trayectoria en la defensa del voto libre, hayan promovido la abstención. Llamar a no participar en una elección, bajo el argumento de que el proceso es defectuoso, desnaturaliza el papel de los partidos como impulsores de la democracia. Es un gesto que contradice su historia y mina la legitimidad de las instituciones que, en teoría, deben fortalecer.
En la democracia, como bien se apunta, se gana con un solo voto. El poder de ese acto individual es lo que sostiene al sistema. Negarse a ejercerlo, por cálculo político o por desdén, empobrece la vida pública y nos deja con menos herramientas para exigir rendición de cuentas.
Más allá del porcentaje, esta elección nos obliga a discutir qué significa realmente participar, cómo se informa a la ciudadanía y qué lugar ocupa el Poder Judicial en nuestra conciencia cívica. Si algo quedó claro, es que aún falta mucho para que la justicia sea vista como un poder verdaderamente del pueblo. Y eso sí es un fracaso que no podemos maquillar con porcentajes.

David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.