La muerte de un compatriota bajo custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) en Georgia es un eco doloroso que atraviesa fronteras y nos interpela directamente. Es un grito que nos obliga a levantar la vista y cuestionar si la gestión migratoria en el continente ha perdido su brújula moral y ética. Cuando la vida de una persona se extingue en la sombra de un centro de detención, la humanidad entera pierde un poco de su luz.
No podemos ni debemos normalizar esta tragedia. Este lamentable suceso no es un hecho aislado, sino la punta de un iceberg de denuncias que emergen con una fuerza alarmante. Informes de organizaciones civiles y testimonios desgarradores nos pintan un panorama de hacinamiento, abusos y negligencia en centros migratorios estadounidenses. Amnistía Internacional ya ha levantado la voz, advirtiendo sobre un inquietante aumento de prácticas autoritarias que erosionan los derechos fundamentales. Ignorar estas señales es ser cómplices de una crisis humanitaria que se gesta a la vista de todos y todas.
Desde una perspectiva jurídica, la situación es inaceptable. El derecho a la vida, a la integridad personal y al debido proceso no son concesiones, sino pilares del derecho internacional y de los principios constitucionales que rigen a las naciones democráticas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es clara: toda persona, sin importar su estatus migratorio, posee una dignidad inherente que debe ser respetada y protegida. El Estado mexicano, a través de su andamiaje constitucional y los tratados que ha suscrito, tiene el deber irrenunciable de velar por la seguridad y el respeto a los derechos de sus connacionales en el exterior. La protección consular no es una opción, es una obligación de Estado.
Frente a este panorama, la inacción no es una alternativa. Es imperativo que nuestro gobierno exija a las autoridades estadounidenses una investigación exhaustiva, transparente y expedita sobre la muerte de nuestro compatriota y las condiciones de los centros de detención. Pero la diplomacia reactiva no basta. Debemos fortalecer una red de protección consular proactiva, que anticipe las crisis y ofrezca asistencia legal y humanitaria eficaz desde el primer momento. Es necesaria también congruencia en la propia política migratoria de nuestro país, no permitir constituirnos en tercer país así como los malos tratos y denigrantes a las personas en tránsito en nuestro país.
Es necesaria esa congruencia y ese sentido de poner en el centro la dignidad ya que las acciones y declaraciones de nuestro Gobierno no sean motivo de incitación al conflicto. La persona como motivo, centro y fin.
Iniciativas como la atención psicológica que la UNAM extiende a personas migrantes son un ejemplo loable del camino a seguir: un enfoque integral que atiende no solo el cuerpo, sino también las heridas emocionales que deja la migración en condiciones de vulnerabilidad.
No basta con indignarnos: debemos asumir una defensa activa y decidida por las vidas de quienes cruzan la frontera buscando esperanza aquí y allá. Asumir la responsabilidad estatal pero también la que tenemos como humanos. Cada persona migrante detenida, violentada o fallecida bajo custodia es una herida abierta en el rostro.
La historia nos juzgará no por lo que dijimos, sino por lo que hicimos frente a la injusticia. Hoy, más que nunca, México debe ser voz, refugio y escudo para quienes el mundo ha querido volver invisibles. Que no nos gane la costumbre ni la distancia. Que nos gane la apatía a la dignidad.
Porque los derechos humanos no terminan en la frontera. Comienzan con la voluntad de defenderlos.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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