El amor es ese sentimiento que mueve al mundo, capaz de transformarnos al darlo y recibirlo. Es la fuerza que trasciende las sensaciones y otorga sentido a nuestra existencia, convirtiéndose en un pilar esencial de nuestro desarrollo como seres humanos.
Hablar del amor resulta, sin duda, un desafío. ¿Cómo definir lo que, en esencia, es una experiencia íntima y única en cada persona? Aun así, el amor se impone como una constante que trasciende épocas, condiciones sociales, económicas y edades. Como bien se dice, la mayor tragedia no es perder el amor, sino nunca haberlo experimentado.
Desde mi óptica personal—y en el tenor de esta columna de opinión—creo que todo amor emana de Dios, quien nos otorgó esta fuerza motriz junto con la libertad. No pueden existir uno sin el otro; la confianza, el respeto, la lealtad y la ternura se nutren de esa conjunción perfecta.
Se suele afirmar que no elegimos a quién amar, pero sostengo que, en parte, sí lo hacemos. Mientras el enamoramiento surge de manera espontánea, elegir amar implica una decisión consciente y diaria, una entrega desinteresada que va más allá de la pasión para cultivar la ternura, el cuidado mutuo y que incluso, implica negociación.
El amor—y no solo el de pareja—provoca en nuestro cerebro la liberación de neurotransmisores como la dopamina, la oxitocina y las endorfinas. Estos químicos nos permiten descubrir virtudes en la persona amada, disfrutar de su presencia y, desde una perspectiva evolutiva, nos impulsan a cuidar y perpetuar la vida. No se trata de sólo proveer materialmente o de simples palabras, el amor que no lleva a la acción: es una químera.
Algunos sostienen que es posible vivir sin amar, en cualquiera de sus manifestaciones; sin embargo, considero que sin esa fuerza motriz que nos impulsa a entregarnos y cuidarnos, no vivimos plenamente, sino que simplemente existimos. Todos necesitamos sentirnos en lugares seguros, donde el amor—en sus diversas formas—brinde protección, consuelo, perdón, alegría y motivación. Sentirnos amados nos hace más resilientes, valientes y compasivos, permitiéndonos conectar con quienes nos rodean y derramarnos a otros más.
Aunque anhelamos un amor correspondido y feliz, no debemos olvidar que, en ocasiones, el amor se experimenta en medio del dolor. Aceptar que, en ocasiones, el sentimiento que cultivamos solo habitará en nuestro interior y aprender a dejar ir con libertad es, en sí mismo, un acto de amor. Quien decide quedarse debe hacerlo por elección propia, sin violencia ni coacción, pues no es posible forzar a nadie a amar.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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