Se viene el 2026 y México está lejos de producir mentes críticas y el consumo de las IAs crece cada día más.
El futuro no llegó de golpe: entró silenciosamente por la pantalla de un celular. Mientras el mundo discute cómo regular a las inteligencias artificiales que ya investigan, programan, diseñan y deciden, México observa (y consume) desde la orilla. Se viene el 2026 y el contraste es cada vez más evidente: por un lado, países que producen conocimiento tecnológico; por el otro, una nación que ha normalizado la dependencia digital sin haber construido las bases críticas para comprenderla.
La escena cotidiana es reveladora. Infancias y juventudes pasan horas frente a contenidos diseñados algorítmicamente; las tareas escolares se resuelven con IA; el acto de pensar se delega a sistemas que responden de inmediato. Sin embargo, la educación formal no acompaña este cambio de época. El programa educativo de la SEP discute temas (como la educación de género), pero desatiende de forma alarmante la formación científica, tecnológica y epistemológica. No se enseña cómo funciona la inteligencia artificial, qué implica su uso, ni cuáles son sus consecuencias sociales, económicas o políticas. Se “enseña a convivir”, pero no a comprender el mundo técnico que ya nos gobierna.
Mientras tanto, en otras latitudes, la historia es distinta. Estados Unidos, China, Corea del Sur, Alemania o Japón no solo usan IA: la producen. Invierten en matemáticas, física, ingeniería, ciencia de datos, semiconductores, investigación básica. Generan conocimiento tectónico (ese que mueve estructuras profundas) y, a partir de él, crean modelos, patentes, infraestructura y poder. La carrera por la mejor IA no es solo tecnológica: es geopolítica, económica y cultural. Oriente y Occidente compiten por definir el lenguaje del futuro.
México en cambio, se ha especializado en ser usuario y no autor. Consumimos plataformas, dispositivos, modelos y discursos ajenos. Nuestra participación en la cadena tecnológica global es mayoritariamente manufacturera o extractiva: ensamblamos hardware, exportamos mano de obra calificada, pero importamos el pensamiento. Incluso cuando hay talento (que lo hay), este migra o se precariza. La política pública no articula ciencia, educación y soberanía tecnológica.
El clímax de esta contradicción aparece cuando hablamos de “mentes críticas”. Se repite el concepto como consigna, pero no se construyen las condiciones para hacerlo realidad. No hay pensamiento crítico sin alfabetización científica. No hay ciudadanía digital sin comprensión de los sistemas que median la realidad. No hay autonomía intelectual cuando la tecnología se percibe como magia y no como estructura. El resultado es una sociedad que consume imágenes, respuestas y soluciones sin preguntarse por su origen, su lógica o sus intereses.
Y aquí el problema deja de ser pedagógico para volverse político. No es ingenuo que un país no produzca tecnología estratégica; es una consecuencia de decisiones (o de omisiones). Apostar por una educación desprovista de ciencia dura, de pensamiento lógico, de experimentación y de duda, es funcional a un modelo donde la población consume pero no cuestiona, usa pero no crea, acepta pero no transforma. La inteligencia artificial, en este contexto, no emancipa: automatiza la dependencia. ¿Produce México algo tecnológicamente importante para el mundo? Sí, pero de forma fragmentada: talento individual, desarrollos aislados, innovación sin ecosistema. No producimos plataformas globales, modelos fundacionales ni infraestructura crítica. No lideramos la conversación; la reproducimos. Y mientras tanto, la IA avanza, no espera, no se detiene a preguntar si estamos listos.
La paradoja es profunda: nunca habíamos tenido tanto acceso al conocimiento y, sin embargo, nunca había sido tan fácil dejar de pensar. El riesgo no es que las máquinas sean más inteligentes, sino que nosotros renunciemos a serlo. De cara al 2026, la pregunta no es si México usará inteligencia artificial (eso ya ocurre), sino desde qué lugar. ¿Seguiremos siendo consumidores dóciles de tecnología ajena o apostaremos por formar mentes críticas capaces de comprender, cuestionar y producir? La respuesta no está en la IA, sino en la política educativa, científica y cultural que decidamos (o no) construir.
Porque el futuro no se descarga: se piensa.

Elias Ascencio
Diseñador gráfico, fotógrafo y docente con más de 30 años de trayectoria artística y educativa. Maestro en Administración Pública y doctorante en Semiótica, ha trabajado en Metro CDMX y marcas nacionales. Líder filantrópico y promotor cultural en México.


