Y sí, querido lector, aquí ando otra vez: entre el lodo, las zanjas y el calorón que ya medio aflojó. Octubre nos dio una tregua sabrosa, pero la ciudad aprovechó para recordarnos lo de siempre: que en cuanto caen cuatro gotas, Juárez se vuelve pista de patinaje con baches y socavones de souvenir. No hay que darle muchas vueltas: el problema no es la lluvia; es que no nos coordinamos ni para cruzar la calle.
Porque así pasa, y usted lo ha visto. El constructor llega después de un tour de ventanillas: firmas, sellos y “regrese mañana”. Levanta la obra, la deja chula, la inauguran con listón y foto, y justo cuando uno se emociona… ¡pum! Aparece la dependencia de siempre. Abren la calle nuevecita, dejan sus hoyos, se van, tardan meses en volver, y cuando por fin tapan, queda peor que antes. Es como si a la ciudad le partiéramos la madre por turnos, con calendario propio y cero comunicación.
Caso concreto: a la altura de El Mamut —donde está el parque industrial nuevo, sobre la Juárez–Porvenir y el Libramiento— se amplió la vialidad. Al terminar, llegó la primera lluvia y aparecieron encharcamientos; se hicieron ajustes (insuficientes). Luego entró la Junta de Agua y Saneamiento y, más tarde, la empresa de gas: cada cual volvió a abrir donde el anterior había cerrado. Lo lógico era conducir los escurrimientos al canal que corre paralelo a la Juárez–Porvenir y coordinar las redes antes del pavimento. No pasó. Resultado: una vialidad flamante convertida en coladera en semanas.
Yo no digo que sea ciencia de cohetes. Es puro orden. Primero las tripas: agua, drenaje, gas, electricidad, telecomunicaciones; luego la obra civil; al final, el pavimento. Con supervisión real, no de escritorio, y con garantía que se cumpla. Pero acá lo hacemos al revés: maquillamos primero, abrimos después, parchamos a la carrera y nos quejamos del aguacero. Así, pues claro que la pavimentación dura una temporal y gracias.
También hay un tema de tiempos que se estorban. Cada dependencia trae su propio reloj, su propio presupuesto y su urgencia distinta. Una quiere cerrar ejercicio; la otra apenas licita; una tercera está esperando “autorización de capital”. En ese enredo, la ciudad se queda con la calle abierta y el tráfico hecho nudo. Y cuando por fin autorizan tapar, lo hacen con el pavimento más flaco del catálogo, sin compactar bien, y en cuanto pasa el primer aguacero, aparecen las costuras como si la calle fuera cartón mojado. Dígame si no lo ha visto: la misma grieta, en el mismo trazo donde abrieron la zanja.
¿Y los planos? Ahí está otra. ¿Dónde están, con precisión, las líneas de agua, gas, fibra y electricidad? ¿A qué profundidad, de qué año, con qué diámetros? Si ese “mapa maestro” está viejo o guardado bajo siete llaves, cada obra es una apuesta ciega: abrimos “a ver qué sale”, improvisamos el cruce y cerramos como se puede. Así no hay calidad que alcance ni bolsillo que aguante. Urge un catastro único y vivo, que todos consulten antes de tocar una calle: municipio, concesionarios, constructoras. Un solo tablero y una sola versión de la realidad.
La supervisión tiene que oler a obra, no a aire acondicionado. Ensayos de laboratorio, compactaciones por capa, verificación de espesores, núcleos extraídos, bitácora pública. Si a los tres meses se cuarteó justo donde se intervino, se activa la garantía sin discursos. No es castigo: son reglas claras para que la calidad valga más que la prisa. El que haga bien, cobra bien; el que parchee de compromiso, corrige por su cuenta.
Ahora, soluciones en cristiano —para que luego no digan que uno nomás tira piedras—. Uno: proyectos integrales por corredor, no obras sueltas. Planeemos las vialidades completas, de punta a punta, con todas las redes resueltas en papel antes de tocar el asfalto. Dos: calendario único de intervención. Ventanas por tramo donde entren todos los oficios y salgan juntos, y nadie pavimenta definitivo hasta que la última red esté certificada. Tres: catastro subterráneo abierto, actualizado y obligatorio para otorgar licencias. Cuatro: estándar de cierre de zanja, con laboratorio independiente y garantías que sí se ejecutan. Cinco: drenaje pluvial de proximidad —rejillas, cunetas, pozos— con salidas a los cuerpos de agua de la ciudad, y vasos de retención donde haga falta. Seis: tablero público en línea para que cualquiera vea quién abrió, quién cierra, con qué mezcla, qué día, y a quién exigir si truena.
Y sí, también nos toca algo como ciudadanía. La transparencia no es un PDF al final del año; son avances semanales, señalización decente, desvíos planeados y un canal donde reportas un bache y no cae al vacío. Si podemos seguir en el celular el pedido de la cena, podemos seguir la obra de la cuadra. No es capricho: es cuidar el tiempo, las llantas, el negocio que pierde clientes porque estuvo cercado tres meses “en lo que”.
Regresemos al canal, porque ahí hay oro molido. Tener ese cauce lineal pegado a la Juárez–Porvenir y no usarlo para alivio pluvial es como tener una manguera junto a la fogata y soplarle con la boca. Se trata de trazar colectores de escurrimiento, instalar rejillas donde corresponde, darles pendiente y conectarlas bien al canal o a la acequia. Y donde la acequia y el canal necesite refuerzo, se refuerza: bordos, desazolve, compuertas. No descubrimos el hilo negro; lo alineamos.
Me van a decir: “Eso cuesta”. Claro que cuesta. Pero más caro sale rehacer tres veces la misma calle, pagar suspensiones reventadas, perder horas en tráfico y tragarnos la frustración cada temporada. Sale más caro la descoordinación que la ingeniería. Y la verdad, a estas alturas, pedir método no es ser exigente: es sentido común.
En Los Analistas lo hemos venido platicado: necesitamos pasar de la queja a la agenda. Y la agenda, para empezar, es una palabra: coordinación. Cuando las obras se piensan integrales, la ciudad respira. Se nota en los tiempos de traslado, en la vida de los negocios, en el ánimo. Una calle bien hecha te dice, sin necesidad de discurso, que lo público puede funcionar. Eso solo ya cambia la conversación.
No pedimos milagros; pedimos que a Juárez la construyan una vez y bien, no tres veces mal. Que las calles dejen de ser metáfora de parches y se vuelvan ejemplo de orden: redes primero, calledespués, pluvial bien realizado, garantías vivas y un tablero que todos podamos ver. Que si alguien corta hoy, mañana no llegue otro a cortar el mismo tramo. Que el pavimento aguante lo que tiene que aguantar, y que el próximo aguacero nos encuentre preparados, no con la pala en la mano improvisando.
Coordinarse no es un lujo técnico; es lo mínimo de respeto que la ciudad nos pide. Y ya toca dárselo. Porque entre inundaciones y burocracia, Juárez merece algo mejor que un cartón mojado con el que parchamos el camino. Merce un trazo claro, una obra bien hecha y la certeza de que, esta vez sí, no la vamos a romper al día siguiente.

Daniel Alberto Álvarez Calderón
Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.


