Mientras Chihuahua enfrenta una de las peores crisis hídricas de su historia —con presas al borde del colapso, cosechas perdidas y miles de familias sin agua—, resulta inaceptable e indignante que el exgobernador César Duarte Jáquez no solo siga sin pagar por los múltiples delitos que cometió durante su mandato, sino que camine libremente por las calles del estado, protegido por una red de impunidad que parece intacta.
Hace apenas unos días se dio a conocer que Duarte construyó de forma ilegal varias represas, una presa y un pozo dentro de uno de sus ranchos, sin contar con permisos ni concesiones y desviando agua destinada al consumo humano y a la producción agropecuaria. Un robo abierto, descarado, en pleno contexto de emergencia. ¿Y qué ocurrió? Una jueza le otorgó un amparo para evitar cualquier acción por parte de las autoridades.
La decisión de la jueza Madhay Soto Morales nos lleva a cuestionar sobre la independencia y la integridad del poder judicial en México, especialmente en casos que involucran a figuras políticas con antecedentes de corrupción. Además, pone en evidencia las tensiones entre el poder judicial y el ejecutivo en la lucha contra la corrupción y la protección de los recursos naturales.
La suspensión de la demolición de las presas ilegales en “El Saucito” no solo afecta la aplicación de la ley en casos de corrupción, sino que también tiene repercusiones ambientales y sociales significativas, al perpetuar el desvío ilegal de recursos hídricos en una región que enfrenta graves problemas de sequía.
El mensaje es claro: en Chihuahua, el saqueo desde el poder todavía puede gozar de protección judicial.
El juicio de amparo es una figura clave del sistema jurídico mexicano. Pero cuando se convierte en escudo para evitar que avance la justicia contra quien se enriqueció desde el cargo público, pierde legitimidad. Este no es un caso técnico: es un caso moral y político. Duarte usó su poder para apropiarse del recurso más vital para la vida: el agua. Y lo hizo en un estado que hoy, según la Conagua, tiene el 98.6% de su territorio bajo sequía extrema o excepcional.
Los datos son alarmantes: Las presas están a menos del 15% de su capacidad; la producción de frijol se desplomó de un ya bajo 40% a un 5%; hato ganadero ha caído un 30%, y más de un millón de personas enfrentan restricciones para acceder al agua.
¿Cómo explicar que, ante este panorama, un exgobernador acusado de peculado, asociación delictuosa y enriquecimiento ilícito —y ahora también del robo de agua— se mantenga sin consecuencias reales?
La respuesta está en las redes de protección política y judicial que Duarte tejió durante su gobierno y que, en buena medida, siguen operando desde las sombras. La “Operación Justicia para Chihuahua” fue un intento de romper con ese legado, pero se quedó a medio camino. Hoy, el silencio cómplice y la lentitud del sistema le han devuelto a Duarte lo que nunca debió tener: poder e impunidad.
El artículo 4º de la Constitución reconoce el agua como un derecho humano. La Ley de Aguas Nacionales sanciona el uso ilegal del recurso. Y el Código Penal Federal castiga el uso indebido de funciones públicas. Todo está en la ley. Lo que falta es voluntad.
Porque Duarte no está libre por inocente, está libre por privilegiado. Su caso no es solo una deuda legal: es una deuda moral con Chihuahua. Y si el pueblo ya pagó las consecuencias de su gobierno, es hora de que él empiece a pagar las suyas.

Pedro Torres
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