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    julio 14, 2025 | 15:42

    César Duarte: el cinismo del poder que sigue gobernando Chihuahua

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    La reciente exoneración del exgobernador de Chihuahua César Duarte Jáquez, en el caso relacionado con la adquisición de 21 propiedades en Estados Unidos presuntamente compradas con recursos de procedencia ilícita, no sólo representa una afrenta a la justicia, sino una herida profunda en la lucha contra la corrupción en México. Es el resultado de una estrategia cuidadosamente construida desde el poder para desmontar cualquier intento serio de rendición de cuentas, con la complicidad activa del gobierno de María Eugenia Campos Galván y la negligencia estructural de administraciones anteriores.

    La historia del originario de Hidalgo del Parral es, en sí misma, una lección amarga de cómo se edifica la impunidad en este país. De sus modestos inicios como vendedor de autos en Ciudad Juárez, pasó en pocos años a convertirse en un multimillonario inexplicable: dueño de vastas extensiones de tierra, ranchos ganaderos, presas privadas, residencias de lujo y una fortuna que jamás podría justificar con sus ingresos públicos. No se enriqueció por talento empresarial ni esfuerzo propio, sino por el robo sistemático al erario, por el saqueo descarado de recursos públicos y naturales, incluyendo la construcción de presas ilegales para desviar agua destinada a comunidades agrícolas.

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    Ante esas circunstancias, la decisión de permitir que el exgobernador César Duarte Jáquez lleve su proceso en arresto domiciliario es la confirmación de lo que muchos chihuahuenses sabemos desde hace tiempo: en Chihuahua, la justicia tiene dueño, y los operadores del saqueo siguen al mando.

    Durante años, Duarte dirigió uno de los gobiernos más corruptos en la historia del estado,saqueó recursos públicos, tejió una red de complicidades políticas, financieras y judiciales que hoy —años después de su caída— sigue protegiendo sus intereses y su libertad.

    El cinismo con el que ahora se presenta como “víctima del sistema” o “perseguido político” es ofensivo para las miles de familias que aún padecen las consecuencias de su gobierno. Duarte no es un perseguido, es el principal artífice de uno de los mayores desfalcos a las arcas del estado de Chihuahua. Y lo más grave es que los responsables de garantizarle hoy su comodidad procesal son muchos de los mismos personajes que formaron parte de su estructura de poder.

    Ahí está la actual gobernadora Maru Campos, quien —aunque ahora pretenda mostrarse como distante del duartismo— participó, creció y se benefició políticamente bajo el amparo de su grupo. Su administración está plagada de operadores reciclados del viejo régimen, de beneficiarios del dinero público desviado durante el sexenio de Duarte, y de aliados colocados estratégicamente en el sistema de justicia.

    El exgobernador Javier Corral, quien hizo de la “Operación Justicia Chihuahua” su principal bandera política, no está libre de culpa. No supo consolidar una estrategia jurídica robusta, mal integró expedientes, cometió errores de procedimiento en la extradición y permitió que el tiempo jugara a favor del acusado. Pero, si la ineptitud de Corral fue determinante, la complicidad de María Eugenia Campos Galván ha sido devastadora. Desde su llegada al poder, la actual gobernadora —quien también ha sido señalada por su vínculo con la “nómina secreta” de Duarte— se ha encargado de desmantelar lo que quedaba del aparato judicial anticorrupción o lo ha usado para otros fines. Los fiscales fueron removidos, los casos se enfriaron y los testigos claves desaparecieron del radar.

    No es casualidad que en el Tribunal Superior de Justicia de Chihuahua sigan despachando magistrados designados durante la época dorada del duartismo. Ellos son hoy los que determinan quién recibe privilegios y quién permanece tras las rejas.

    Tras su detención y extradición desde Estados Unidos, Duarte enfrentaba más de veinte causas penales por desvíos millonarios y operaciones fraudulentas. Sin embargo, el aparato judicial terminó siendo el mismo que lo protegió en su ascenso: de ser su proceso un símbolo del combate a la corrupción, se transformó en una farsa judicial operada desde las altas esferas del poder político.

    Hoy sólo queda activa una causa penal en su contra —por el desvío de 96 millones de pesos— mientras el resto de los expedientes, cuyos montos sustraídos del erario estatal exceden los mil millones de pesos, ha sido desactivado meticulosamente mediante amparos, omisiones procesales, cambios en la fiscalía y una cadena de decisiones deliberadas para debilitar su persecución. Lo que debía ser un juicio ejemplar terminó como espectáculo de un sistema de justicia diseñado no para castigar la corrupción, sino para administrarla.

    Al tiempo que César Duarte se pasea por las calles de Chihuahua bajo una supuesta “libertad condicional”, bailando, cantando y burlándose de los ciudadanos chihuahuenses, observamos cómo el sistema es implacable con los débiles y complaciente con los poderosos. En los centros penitenciarios del estado más de 5 mil personas permanecen en prisión preventiva, muchas de ellas por delitos menores, sin sentencia firme, sin defensa efectiva, sin recursos económicos y, sobre todo, sin padrinos políticos. El contraste es brutal. A Duarte se le conceden beneficios procesales alegando supuestos problemas de salud y riesgo controlado de fuga; para los demás, la prisión preventiva es automática, permanente, inhumana.

    La Suprema Corte ha establecido que nadie puede permanecer más de dos años sin sentencia en prisión preventiva. Pero en Chihuahua, esa disposición solo parece aplicarse para los miembros de la élite. La mayoría de los reos preventivos lleva mucho más tiempo encerrado, a la espera de un juicio que nunca llega. Ahí no hay brazaletes electrónicos, ni arraigo domiciliario, ni defensa millonaria. Solo abandono.

    Estamos ante un caso de corrupción sistémica que no ha sido desmontada. Cambiaron los nombres, cambiaron los discursos, pero los intereses y las redes de protección del viejo régimen siguen gobernando en las sombras.

    El mensaje que envía este episodio a la sociedad chihuahuense es claro y doloroso: En Chihuahua, el que roba miles de millones puede negociar su libertad; el que roba por hambre, se pudre en prisión.

    Los medios que hoy amplifican su versión sin contrastarla con los hechos, terminan por reforzar una maniobra de lavado de imagen, mientras contribuyen al desgaste de la confianza ciudadana en las instituciones. La lucha contra la corrupción no se libra sólo en los tribunales: se libra en la voluntad política, en la capacidad del Estado para actuar con firmeza y en la responsabilidad de los medios para informar con rigor. En el caso de César Duarte, fracasamos en los tres frentes.

    Y ese fracaso tiene nombres y apellidos. María Eugenia Campos Galván tendrá que cargar con el costo político e histórico de haberle dado la espalda a la justicia. Y los medios que hoy prefieren ser voceros del poder, antes que guardianes de la verdad, también deben ser señalados.

    La verdadera pregunta no es si Duarte es culpable —eso lo sabemos todos—; la pregunta es por qué el sistema sigue funcionando para protegerlo a él y castigar a todos los chihuahuenses.

    La ciudadanía merece más que un Estado ausente, una gobernadora cómplice y un sistema de medios dócil. Merece memoria, verdad y justicia. Porque cada día que Duarte sigue libre no sólo es un insulto: es una tragedia democrática y un espejo de la impunidad que seguimos tolerando.

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    Pedro Torres

     


    Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.

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