El mendigo estaba tumbado en una gran avenida de Chicago. Mostraba un muñón recubierto por vendajes viejos y sucios. Sobre éste, un pedazo de cartón escrito a mano que decía: Perdí mi pierna por mi “país”.
Ignoro si aquel entrecomillado buscaba reforzar un estoico patriotismo o contenía un amargo sarcasmo. Lo irónico era que ese mismo día se celebraba el “Memorial Day”, fiesta nacional que homenajea a todos los caídos en combate y veteranos de guerra. Pero aquel hombre no era el único. Las calles de Estados Unidos están repletas de ex-soldados indigentes.
Esa misma mañana, había leído un artículo en el Chicago Tribune que hablaba sobre un refugio en la ciudad para ellos. Se trataba de una institución creada por un veterano de Vietnam caído en el infierno del alcoholismo, las drogas y la mendicidad a causa del stress postraumático. Tras muchos años de sufrimiento logró recuperarse gracias a la ayuda de asociaciones caritativas. En la búsqueda de un sentido a su existencia, inició este proyecto para acoger y reincorporar a la sociedad a todos aquellos que regresan sonados tras su paso por el ejército. La institución estaba creciendo y logrando resultados positivos con muchos jóvenes. Eso sí, todo con esfuerzo y ayuda de particulares. Y es que la marginación institucional del veterano estadounidense es una de esas cosas que siempre vemos en las películas pero resulta difícil de creer hasta que no se comprueba con los propios ojos.
Siempre les odié. Como tantísimas personas en todo el planeta, muchas justificadamente, despreciaba al soldado norteamericano. Era el odio abstracto que se tiene hacia lo que no puede ponerse rostro. La rabia e impotencia de verles masacrando inocentes e invadiendo países donde no deberían estar. Ahora me dan lástima. Recelosa, pero lástima al fin y al cabo. Al menos de quienes se arrastran por los sumideros de la ciudad en busca de unos dólares. Sorprendido de cómo personas que pasaron de ser temidas y feroces al otro lado del planeta ahora viven completamente desvalidos en las calles de su ciudad. Y lo hacen con un pánico, una miseria y un dolor que bien podría asemejarse al de aquellos a quiénes intentaron “liberar” con bombazos. A éstos nadie les dispara pero están dejándoles morir lentamente. Un drama más terrible sabiendo que muchos de ellos, especialmente la generación del Vietnam, empuñaron las armas en contra de su voluntad. Los únicos que siempre ganan la guerra están en los despachos.
Obviamente no comulgo con la política exterior estadounidense. Una gran cantidad de estadounidenses tampoco. Pero desde el punto de vista de esos veteranos, debe resultar muy doloroso haber arriesgado lo mejor que tenían, su vida, su juventud y su cordura, para terminar abocados a tal desprecio por su propio país. Por eso, los monumentos, la admiración pública, los actos y discursos de agradecimiento que escuché durante esta semana son insuficientes e hipócritas cuando las instituciones permiten algo así. La recuperación de todas estas personas debería ser el mejor homenaje.
Posiblemente el veterano que se aferraba al fantasma de su pierna recibiese aquel lunes unos dólares más de lo normal. Al fin y al cabo, era su día. Tendrá que conformarse con eso. Nadie le devolverá todo lo perdido en la maldita guerra.
Carlos Redondo
Diplomado en cine e imagen en Madrid, desde siempre compaginó la escritura con la fotografía. Ha rodado varios cortometrajes de bajo presupuesto y participado en diversas exposiciones colectivas e individuales. También colabora con varios medios locales periodísticos y radiofónicos, tanto españoles como estadounidenses. Habitualmente publica algunos de sus trabajos en el blog www.desfabricadoenchina.blogspot.com.