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    diciembre 2, 2025 | 2:06

    Somos pobres de tiempo: la otra cara de la precariedad mexicana

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    En teoría, el tiempo libre es ese espacio propio que queda después de cumplir con las obligaciones básicas: trabajar, estudiar, cuidar, limpiar, trasladarse, sobrevivir. En la práctica, para millones de mexicanos —especialmente quienes viven en las periferias urbanas— el tiempo libre es más un concepto aspiracional que una experiencia real. ¿Por qué es importante? Porque en el tiempo libre se produce aquello que nos hace plenamente humanos: el descanso, la creatividad, la reflexión, el aprendizaje, el disfrute. Sin él, la vida se vuelve mera administración de cansancio.

    La distribución de ese tiempo revela la estructura de una sociedad. En México, solemos pensar que “no nos alcanza el día”, pero no es solo una sensación: es una consecuencia. Las horas laborales, las tareas domésticas no remuneradas, los cuidados familiares y, sobre todo, los traslados interminables terminan por erosionar cualquier espacio personal. Nuestro tiempo libre no sólo es escaso: está fragmentado, condicionado y precarizado.

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    Porque sí: el sistema precariza el tiempo igual que precariza el salario. Si el ingreso se exprime al máximo, el tiempo también. Jornadas laborales largas, sueldos que obligan a tener dos trabajos, poca flexibilidad, escasas políticas de corresponsabilidad en los cuidados y transporte ineficiente. La precarización del tiempo es silenciosa, pero devastadora. No aparece en la nómina, no se contabiliza en el Seguro Social, pero se siente en el cuerpo y en la mente.

    La comparativa internacional lo hace evidente. Según datos recientes de la OCDE, México se mantiene entre los países con menos horas de descanso y más horas dedicadas al trabajo —formal o informal— y a tareas no remuneradas. Mientras en países europeos como Alemania, Dinamarca o Países Bajos se trabajan entre 1,300 y 1,600 horas anuales, México supera con facilidad las 2,100. Incluso Estados Unidos, famoso por su cultura laboral exigente, tiene menos horas trabajadas al año que nosotros. Aquí trabajamos más… pero no necesariamente vivimos mejor.

    A esto se suma un factor que pocas veces se reconoce: los traslados. El tiempo de traslado también es tiempo ocupado. En la Ciudad de México y su zona metropolitana, los habitantes pueden pasar entre 1.5 y 3 horas diarias solo moviéndose de un lugar a otro. Quien vive lejos vive con menos tiempo. Así de sencillo. Las ciudades están organizadas de tal forma que la distancia se convierte en una forma de desigualdad.

    Los traslados largos no solo son un indicador de desigualdad social: son, también, un indicador de clase. No porque la clase social dependa del domicilio, sino porque el domicilio depende de la capacidad de adquirir vivienda cerca de las zonas de oportunidad. Quienes tienen más recursos viven donde la ciudad es compacta; quienes tienen menos, viven donde es dispersa y distante. En términos prácticos: el tiempo de una persona con ingresos altos cuesta menos en trayectos que el de una persona de bajos ingresos. Y eso tiene consecuencias profundas.

    Si tuviéramos más tiempo libre, habría más desarrollo: personal, social, cultural y hasta económico. El tiempo libre permite estudiar, dormir bien, tener redes sociales fuertes, participar en actividades comunitarias, generar cultura, descansar la mente, innovar, emprender. El tiempo es un recurso productivo, pero también afectivo, simbólico y social. Una sociedad con más tiempo para sí misma crece mejor.

    ¿Y cómo lo ocuparíamos? De las maneras más simples y esenciales: convivir con la familia sin prisa, leer, practicar deporte, aprender un oficio, tomar cursos, descansar, crear arte, participar en proyectos colectivos, o simplemente dejar la mente divagar. El ocio no es desperdicio: es fertilidad. Es el espacio donde nacen las ideas y la salud mental.

    Pero para que esto sea posible, el gobierno tendría que hacer lo que hoy no hace: garantizar condiciones que devuelvan el tiempo a la población. Eso implica transporte público eficiente, ciudades más cercanas y densas, salarios dignos que no obliguen a doblar turnos, políticas de cuidados que distribuyan la carga, regulación de jornadas laborales, y una visión de urbanismo que ponga la vida por encima del automóvil y del mercado inmobiliario.

    México no es pobre solo de ingresos: también es pobre de tiempo. Y mientras el tiempo siga siendo un lujo, la desigualdad seguirá marcando no solo lo que tenemos, sino lo que podemos llegar a ser.

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    Elias Ascencio

    Diseñador gráfico, fotógrafo y docente con más de 30 años de trayectoria artística y educativa. Maestro en Administración Pública y doctorante en Semiótica, ha trabajado en Metro CDMX y marcas nacionales. Líder filantrópico y promotor cultural en México.

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