Qué fácil parecería la democracia si bastara con depositar un voto en una urna. Sin embargo, la historia exhibe, una y otra vez, cómo los regímenes más autoritarios invocan la “legitimidad popular” para concentrar el poder y desmontar los contrapesos: el control intrínseco que la Constitución impone al abuso.
Con frecuencia el sufragio no es más que la ratificación de una imposición. El electorado ni conoce a quienes elige ni entiende para qué participa. Cuando a ello se suma un diseño institucional opaco, se erosiona no solo la confianza, sino también la participación crítica e informada.
Esta semana México celebró la elección de renovación judicial que, en teoría, entrega el poder al pueblo. En los hechos, abre la puerta a la subordinación de un poder a otro. La reforma convierte el proceso en un concurso de popularidad, borrando un pilar esencial: la vigencia del Estado de Derecho y la posibilidad ciudadana de combatir actos arbitrarios ante tribunales independientes; es decir, el control extrínseco constitucional.
Lo más inquietante es la creación de un Tribunal de Disciplina con amplias facultades para sancionar a juzgadores que “se aparten de la línea”. No se trata solo de ganar votos, sino de someter a los jueces a una vigilancia constante que amenaza su libertad de conciencia. ¿Qué margen real tendrá una magistrada para fallar contra la autoridad si sabe que puede ser castigada por disentir?
Así comienza la erosión institucional. El autoritarismo rara vez irrumpe de golpe: entra por la puerta del “progreso”, arropado por mayorías que no ven el abismo. En 1933, el régimen nazi se adueñó del Poder Judicial alemán con mecanismos legales y, en apariencia, legítimos. No fue solo miedo; pesó la omisión y el oportunismo de quienes vieron en la purga una escalera. La complicidad silenciosa allanó el camino.
Hoy el acceso a la justicia en México corre el riesgo de quedar sometido al poder. La ciudadanía pierde la posibilidad de una defensa imparcial frente a arbitrariedades estatales o abusos privados. ¿Cómo hablar de democracia si las personas quedan indefensas ante un poder sin frenos?
Más alarmante aún es la apatía: como si nada ocurriera, como si no importara que el derecho a una justicia independiente se diluya en silencio. La reforma era necesaria, sí, pero no así. La justicia efectiva nunca ha sido constante en el país; quizá por eso su pérdida no se percibe… hasta que duele.
Elecciones sin garantías, sin diversidad real y sin límites al poder no son democráticas. Y la justicia, sin autonomía ni criterios técnicos, se vuelve un instrumento más del poder.
Nos toca defender los principios democráticos con claridad, memoria y convicción. Porque los retrocesos no siempre llegan con tanques; a veces llegan en boletas, promesas de renovación y aplausos coreografiados.
Como advirtió Ginzberg, el autoritarismo empieza borrando las instituciones mientras la mayoría aplaude sin notar el precipicio.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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