Pareciera que esos segundos antes de cerrar el año avanzaran lentamente. En medio del bullicio, y los últimos segundos del año marcando el reloj, aparece casi sin aviso un recuento silencioso de lo que fue… y de lo que no pudo ser, en un año que se va. El momento pasa demasiado rápido. Si tienes la fortuna de comer tus doce uvas y formular doce deseos, muchas veces los vas construyendo en el aire, sobre la marcha, sin pensarlos del todo.
Pero ¿qué pasaría si hiciéramos una pausa?
Si nos detuviéramos de verdad para observar, para aprender y para recalcular cómo dirigir este nuevo año.
Desde nuestros ancestros, en su cosmovisión, el año no termina: solo se transforma. Y entonces surge la pregunta esencial: ¿qué es lo que se transforma?
Cada ser humano en esta tierra anhela tener un propósito. Y como lo he mencionado antes, hemos sido creados con dos pulsiones automáticas: una hacia la supervivencia y otra hacia la verdad. Desde ahí vamos formando nuestro propósito, aunque cada uno sea personal, único e irrepetible.
El propósito es esa fuerza silenciosa, casi sagrada, que aviva nuestro camino. No es una meta, no es una lista, no es un deseo lanzado al aire. Propósito es dirección con sentido. Es la respuesta íntima a una pregunta profunda:
¿para qué quiero vivir lo que viene?
En su esencia, el propósito es visualizar algo frente a ti para caminar hacia ello. No se trata de éxito, se trata de rumbo. No habla de control, sino de intención. Cuando sabes hacia dónde vas y comienzas a moverte en esa dirección, puedes volverte imparable. Y precisamente eso es lo que hemos perdido en los últimos tiempos: el propósito.
Cuando nuestro cerebro se encuentra agotado, es normal que rinda su voluntad y tome los caminos y los propósitos de otros, muchas veces sin conocer la intención del corazón de quienes sigue. Es entonces cuando el propósito se vuelve confuso, desmotivante o incluso inexistente, y deja de tener sentido siquiera intentar construirlo.
Recuerdo que cuando era niña, en la iglesia a la que asistía, cada año se realizaban oraciones de 21 o 40 días como un ritual de inicio, precisamente para encontrar y fortalecer el propósito de vida. Sin embargo, en ocasiones estos rituales podían sentirse obligados, incluso forzados, con la idea de que tu propósito debía alinearse con el propósito mayor de Dios. Y al compararlo con el propósito de Jesús de salvar a la humanidad, el propio parecía insignificante. Esa presión podía volverse profundamente desgastante.
Cuando creemos que debemos cumplir ciertos parámetros, requisitos o estándares para encontrar una visión de vida, podemos entrar en estados mentales complejos que, desde la confusión, nos lleven a la ansiedad o a la depresión. No saber hacia dónde dirigirnos —o resignarnos a continuar con la misma vida— también pesa.
El propósito de año nuevo va mucho más allá de simples escaladas de cambio de hábitos: ahora sí ir al gimnasio, aprender un idioma o tomar un curso nuevo. El propósito consiste en alinearte con tus deseos, tus pasiones y tus ideales, para ponerlos al servicio propio y de los demás.
No todos tenemos el mismo propósito, y eso está bien. Hay quien desea mantener a su familia unida, y eso es bueno. Hay quien necesita tomar distancia de su familia, y también es válido. El propósito es personal: se alinea contigo, con tu mente, con tu fe, con tu Dios.
El propósito verdadero no nace del miedo, nace del sentido. Tal vez sea momento de cambiar la pregunta. En lugar de pensar ¿qué quiero lograr?, podríamos preguntarnos:
¿cómo quiero vivir? ¿para qué quiero vivir así? ¿desde qué lugar interno comenzaré a moverme este año?
Visualizar tu propósito es, en esencia, un acto profundamente espiritual, incluso para quien no lo nombre así. Y cuando hablo de espíritu, me refiero a aquello que transforma de adentro hacia afuera. Mirar hacia dentro, observar el corazón en cada latido y reconocer los anhelos más profundos que hemos escrito en él.
Se trata de nosotros, y solo de nosotros. De conectarnos con nuestra esencia, que proviene y trasciende de un Ser superior que habita en nosotros y también en el prójimo. Al conectar con tu propósito, te conectas colectivamente con un propósito universal que verdaderamente transforma a la humanidad. Así, al conectar contigo, conectas con los demás —no al revés—.
Puede que escuches historias de personas con propósitos grandes y rimbombantes, y que eso resulte intimidante. Pero a veces, el verdadero propósito consiste simplemente en escuchar tu corazón.
Te invito a que este año no hagas una lista de metas, sino una proyección de propósito. Porque una meta puede ser bajar de peso, pero un propósito es construir un cuerpo saludable.
La meta puede ser tener más dinero, pero el propósito es dejar de vivir con miedo.
Cierra los ojos. Date un momento para observarte por dentro, para escuchar tu voz. Comprende que el verdadero propósito de vida no se impone: fluye desde adentro.

Lucía Barrios
Psicoterapeuta, fundadora de CEFAMPI y autora. Experta en terapia breve, violencia de género y derechos humanos. Conferencista y docente en UACJ, ha liderado proyectos significativos sobre psicología y desarrollo humano.


