Esta mañana, en su conferencia matutina, la presidenta Claudia Sheinbaum hizo una petición clara a quienes escribimos en los medios: pidió que ayudemos a explicar qué es la ultraderecha, para que el pueblo entienda por qué ese pensamiento es tan atroz y retrógrada. Lo dijo con una seriedad que no puede pasarse por alto. En tiempos donde el discurso del odio se disfraza de moral y la intolerancia se maquilla de libertad, es necesario poner las cosas en su lugar.
La ultraderecha no es simplemente una forma de pensar conservadora. Es una ideología que busca imponer, excluir y retroceder. No propone diálogo, impone valores únicos. No convive con la diversidad, la combate. Se opone al avance de derechos conquistados con lucha, y lo hace con una narrativa peligrosa que apela a la nostalgia, al miedo y a la supuesta necesidad de “orden”.
Lo hemos visto antes. En Europa, en los años treinta, esos discursos encendieron la chispa del fascismo y el nazismo. Hitler no llegó con tanques; llegó con votos, con promesas de grandeza nacional, con odio hacia los otros. En América Latina, las dictaduras militares nacieron bajo esa misma lógica de orden autoritario, antilibertades, patriarcal y clasista.
Y México no fue la excepción. Durante la llamada guerra sucia, el Estado mexicano persiguió, desapareció y asesinó a cientos de jóvenes, campesinos, luchadores sociales y estudiantes por atreverse a cuestionar al poder. En estados como Guerrero y Chihuahua, los aparatos de seguridad actuaron como fuerzas represoras contra comunidades enteras. La historia de la familia Cabañas o del movimiento guerrillero en la sierra tarahumara no son cuentos del pasado: son advertencias que deben permanecer en la memoria colectiva.
Y lo estamos viendo otra vez, pero con nuevos rostros. En Francia, Marine Le Pen ha edulcorado su discurso, pero mantiene intacta la esencia xenófoba del Frente Nacional. En Italia, Giorgia Meloni gobierna bajo una coalición con raíces en el neofascismo. En Hungría, Viktor Orbán impone desde hace años un régimen que socava la prensa libre, limita derechos y persigue a las minorías. Y en España, Vox —la organización con la que el PAN ha decidido vincularse— habla sin tapujos de “reconquistar” valores tradicionales, al tiempo que niega la violencia de género y demoniza a la migración.
Esa ola reaccionaria ha encontrado eco también en América. Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei son ejemplos de cómo los discursos autoritarios pueden florecer si se les permite normalizarse bajo la bandera de una supuesta “libertad”. En realidad, esa “libertad” es la de unos pocos: la de imponer, excluir y callar.
En México, ya vemos señales claras. El PAN, partido históricamente conservador, ha dado pasos inquietantes hacia ese terreno. Su cercanía con Vox —reflejada en la firma de la “Carta de Madrid” por varios de sus senadores— no fue un error diplomático, sino una manifestación de afinidad ideológica. Más aún, en su reciente relanzamiento de imagen, el PAN adoptó oficialmente el lema: “Patria, familia y libertad”, una frase con claras resonancias franquistas, que evoca viejos discursos autoritarios en nombre del orden moral.
Esto no significa que el PAN sea una fuerza abiertamente ultraderechista, pero sí que se inspira en ese discurso. Y eso es quizá lo más preocupante. Porque sin asumirlo del todo, aspira a parecerse: copia sus símbolos, su lenguaje, su estilo de confrontación. Y al hacerlo, abre la puerta a una regresión política que puede poner en riesgo derechos y libertades fundamentales.
Por eso, resultó tan desconcertante —e incluso aberrante— ver al PRI sumarse a esa alianza. Históricamente, el PRI representó una visión de Estado nacionalista, con elementos de justicia social y una identidad más cercana a la socialdemocracia. Su origen revolucionario y su defensa del Estado mexicano como garante del bienestar lo colocaban ideológicamente en un plano muy distinto al del PAN.
No se entendía cómo podía aliarse con un partido que representa valores opuestos. Competir solo por competir, renunciando a principios fundamentales, fue un acto de oportunismo político que despojó al PRI de sus últimas convicciones patrióticas. Su alianza con el PAN evidenció que están dispuestos a dejar atrás cualquier legado ideológico con tal de sobrevivir electoralmente.
Por eso debemos hablar de esto. Porque el discurso ultraderechista se normaliza rápido, se infiltra sin hacer ruido, y cuando menos lo esperamos, ya ha echado raíces. No basta con rechazarlo. Hay que entenderlo, explicarlo, exhibirlo.
Como bien dijo la presidenta Claudia Sheinbaum: es momento de hablar claro. México no puede darse el lujo de repetir errores que otros países están pagando caro. El camino no es el odio ni el autoritarismo maquillado de tradición. Es la pluralidad, la justicia y el respeto a todas las formas de vida digna.
Que no nos gane la indiferencia. Que no se imponga la mentira. Y que nunca nos olvidemos de lo que la historia ya nos enseñó.
David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.
