Otra vez llovió, y otra vez Juárez, como una Venecia de bolsillo estilo Temu, se ahogó. No en agua, sino en la resignación de sus habitantes. Bastó una tormenta nocturna —de esas que parecen inofensivas hasta que el alcantarillado pluvial confiesa su miseria— para que la ciudad amaneciera como un pozo de absorción gigante: vehículos varados, casas anegadas, calles intransitables y la misma postal de siempre, donde el agua revela lo que el gobierno tapa con discurso.
Los socavones se triplicaron, los baches se convirtieron en trampas y el pavimento —ese que se presume se bachea seguido y que el municipio y la J+, se andan peleando últimamente para ver quien tapa más— volvió a ceder ante la primera muestra de la naturaleza. Pero lo verdaderamente grave no es que Juárez se inunde, sino que los juarenses ya no se sorprenden. Se vuelve rutina. Se asume con un encogimiento de hombros y una frase que parece parte del paisaje urbano: “Así es aquí, ni modo”.
Y ahí está el verdadero desastre. Porque mientras la lluvia nos recuerda la ausencia de planeación, también nos exhibe la pasividad social. Cada charco es un espejo donde se refleja nuestra costumbre de dejar hacer, dejar pasar. De votar por los mismos, de quejarnos en redes, de compartir videos de avenidas convertidas en ríos… pero de no exigir, de no organizarnos, de no ponerle nombre y apellido a la negligencia.
La ciudad se inunda por falta de drenaje pluvial, sí, pero también se inunda por falta de ciudadanos activos. Y mientras sigamos esperando que la solución venga “de arriba”, el agua seguirá bajando —literal y simbólicamente— para recordarnos quiénes somos como sociedad: espectadores empapados de nuestra propia miseria e indiferencia.
El alcalde hablará de “precipitaciones atípicas”, los funcionarios dirán que “se trabaja en protocolos”, y en unas horas todo volverá a la normalidad… hasta la próxima tormenta. Así, el círculo del abandono se repite. Pero el cambio no empezará cuando pavimenten bien, sino cuando la gente deje de normalizar lo inaceptable.
Juarenses, el cambio no cae del cielo –ni con lluvia ni con visitas presidenciales, ni cambiando de partidos en el poder–; se construye en las calles, con juntas vecinales que exijan planeación, no parches. Porque si no nos involucramos, los gobernantes seguirán vendiendo “renovaciones” mientras el agua nos llega hasta el cuello.
Necesitamos recuperar el espíritu de comunidad que alguna vez caracterizó a esta frontera. No basta con compartir indignación digital: hay que organizarla. Exigir auditorías públicas, vigilar obras, pedir transparencia en el gasto y participar en los consejos ciudadanos. Porque la ciudad no es del gobierno, es de quienes la habitan, la trabajan y la sufren cada vez que llueve.
Cada tormenta debería ser una llamada a la acción, no una excusa para la queja. Si el agua nos está alcanzando los tobillos, que también nos suba la conciencia. Que cada charco nos sirva de espejo, pero también de impulso. Porque Juárez no necesita más discursos ni más simulaciones: necesita ciudadanos que entiendan que el verdadero drenaje que nos falta es el de la indiferencia.
Si no exigimos, nos ahogamos. No por el agua, sino por la apatía.

César Calandrelly
Comunicólogo / Analista Político


