En política, la congruencia no es una virtud decorativa: es el principio que sostiene la credibilidad del discurso público. Sin coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, toda ideología se convierte en falta de confianza, y todo gobierno, en una tragicomedia en el teatro de lo público; hipocresía pues. La austeridad, entendida como prudencia en el gasto, justa medianía y respeto al dinero ciudadano, debería ser una ética de gobierno, no una simple bandera de propaganda.
Desde el inicio de la 4T, el discurso de la austeridad se ha usado como arma política para dividir entre “el pueblo bueno” y “la élite corrupta”. Se desmantelaron instituciones para “no gastar tanto”, se precarizó el servicio público y se condenó a quienes, desde el ejercicio técnico al profesional. Pero en los hechos, esta administración ha demostrado que su austeridad es selectiva: castiga a la burocracia y a la ciencia, pero perdona a sus fieles y a sus caprichos.
El caso más reciente raya en el absurdo. Mientras la presidenta de la República llegó a la cumbre del G 7 en vuelos comerciales —una decisión más simbólica que sensata—, el senador Gerardo Fernández Noroña viajó en jet privado a Coahuila, justificándose con un argumento que podría figurar en un manual de cinismo político: “tenía poco tiempo”. La escena es caricaturesca: el mandatario se retrasa ante los líderes del mundo para demostrar humildad, mientras uno de sus más fervientes aliados utiliza un lujo que el propio gobierno ha condenado.
El doble discurso es evidente. En nombre de la austeridad, se regatean recursos a hospitales, refugios para mujeres y programas de infancia. Pero cuando se trata de conveniencias personales o de mantener la narrativa de los “puros”, se abren las puertas de la discrecionalidad. La 4T no eliminó los privilegios; simplemente los redistribuyó entre los suyos.
El problema no es el avión ni el boleto comercial; es la mentira institucionalizada. Es la simulación de una élite política que desprecia los símbolos de poder solo cuando no los controla. Es la sustitución de la ética republicana por el moralismo de consigna.
Este episodio revela, en el fondo, que la 4T se ha quedado sin narrativa ética. No puede predicar sacrificio mientras sus voceros viven con privilegios, ni puede presumir honestidad frente a las contundentes evidencias del huachicol fiscal y otras tantas fechorías.
México no necesita dirigentes que aparenten pobreza, sino gobernantes que resuelvan problemas como la salud y rindan cuentas. No necesitamos austeridad de imagen, sino eficiencia, transparencia y respeto al contribuyente. El país no quiere ver a sus políticos actuando un papel; quiere resultados, respeto y justicia.
La incongruencia, en política, es una forma de corrupción moral. La 4T, que prometió ser distinta, se ha convertido en todo aquello que juró combatir. Es tiempo de despertar del embrujo del discurso y exigir coherencia: que quien aspire a gobernar con el pueblo, empiece por dejar de burlarse de su inteligencia.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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