La expropiación de terrenos a la familia del senador Alejandro Moreno fue presentada como una victoria legal. La presidenta de la República lo anunció con firmeza, respaldada por la ley de Campeche y por una narrativa que acusa lavado de dinero. El mensaje fue claro: el Estado no tolerará abusos patrimoniales. Pero la contundencia no siempre es pareja.
Mientras se exhibe a Moreno con fuerza institucional, el trato hacia el senador Adán Augusto ha sido diametralmente distinto. A pesar de los señalamientos por presuntos actos de corrupción, la presidenta con A no ha pronunciado su nombre, no ha exigido investigaciones, no ha promovido acciones legales ni ha hecho uso del mismo aparato público para cuestionarlo. El contraste es evidente. La contundencia se reserva para unos, mientras otros permanecen bajo el resguardo del silencio.
No se trata de defender a nadie. Se trata de exigir coherencia. Si el combate a la corrupción es real, debe ser integral. Si la ley es firme, debe ser imparcial. Si el discurso es ético, debe sostenerse incluso cuando incómoda.
Claudia Sheinbaum, ha demostrado habilidad para convertir la ley en espectáculo. La expropiación se volvió noticia, símbolo, mensaje. Y cuando se le cuestiona por el uso del aparato federal para exhibir a un senador, se lava las manos diciendo que es una ley de Campeche, como si el acto no tuviera implicaciones nacionales, como si no fuera ella quien decide a quién se señala y a quién se protege. ¿Qué expedientes no se tocan? ¿Qué nombres se resguardan por conveniencia?
El poder no debería usarse para castigar selectivamente. Tampoco para encubrir. Gobernar implica aplicar la ley sin distinción, sin cálculo político, sin favoritismos. Cuando eso no ocurre, la ciudadanía lo nota. Y lo recuerda.
Los senadores cercanos al proyecto dominante gozan de una especie de inmunidad tácita. No hay cuestionamientos públicos. No hay exigencias de transparencia. No hay presión institucional. Solo silencio. Un silencio que incomoda, que delata, que revela.
La narrativa oficial insiste en que se gobierna para el pueblo. Pero ¿cuál pueblo? ¿El que aplaude sin preguntar? ¿El que recibe sin exigir? ¿El que calla por miedo o por necesidad? ¿Y qué pasa con el pueblo que observa, que cuestiona, que no se conforma?
La justicia no puede ser un recurso estratégico. No puede activarse solo cuando conviene. No puede convertirse en herramienta de control. Porque entonces deja de ser justicia y se transforma en simulacro.
A Alejandro Moreno le han querido imputar muchas cosas. Lo han señalado, lo han acusado, lo han perseguido mediáticamente. Pero hasta ahora, nada ha sido probado, no está eximido, si ha cometido algún delito se debe juzgar de acuerdo a la ley: pero como no logran derribarlo directamente, ahora van contra su familia, contra sus cercanos, contra quienes lo rodean. La justicia deja de ser justicia cuando se convierte en castigo por asociación.
La presidenta con A tiene la oportunidad de demostrar que su compromiso con la legalidad no es selectivo. Que su discurso no es solo escenografía. Que su firmeza no depende del apellido ni del partido.
La ciudadanía merece instituciones que no se acomoden al poder. Merece líderes que no teman señalar a los propios. Merece justicia que no se disfrace de propaganda.
Porque la justicia no se mide por el escándalo que provoca, sino por la coherencia con la que se aplica.
Y hoy, lo que se exhibe no es justicia: es poder disfrazado de virtud.
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