Clampdown — The Clash (1979)
“The men in the factory are old and cunning…”
En México, las nuevas movilizaciones políticas no brotan de la nada: son frutos tardíos de heridas antiguas, de abandono rural, de promesas que nunca fueron.
Hoy, lo que se presenta como “la marcha de la Generación Z” es, en realidad, una reacción al tejido rasgado de nuestra propia historia.
Cuando se transforma una lucha genuina en Frankenstein políticoque mezcla de desarraigo, bots y oportunismo el experimento falla. No basta encender la chispa si el combustible ya está podrido.
Aquí, la generación que debió heredar esperanza recibe escenarios prestados, pruebas prestadas y discursos reciclados.
El poder, entonces, juega al montaje, mientras el fondo sigue intacto y la historia nos vuelve a cobrar el descuido.
Hay fenómenos políticos que parecen nuevos, casi diseñados por algoritmo, pero en realidad son la expresión tardía de heridas viejas. La marcha del 15 de noviembre de 2025, presentada como el gran alzamiento juvenil de la Generación Z, es uno de ellos; no surgió de la nada en redes ni fue una llamarada emocional sin contexto, es la consecuencia lógica de una fractura social construida durante tres décadas, una fractura que comenzó cuando México decidió abandonar el campo a su suerte.
Lo he escrito antes: la tecnocracia de los 90 rompió el pacto rural, se modificaron reglas históricas, se desmontaron instituciones, se agotó el crédito agrícola clásico, se empujó a millones a dejar la tierra y a concentrarse en ciudades que nunca estuvieron preparadas para recibirlos, no fue un solo decreto ni una sola reforma, pero el mensaje fue claro: el campesinado dejó de ser prioridad y el campo quedó, en la práctica, librado al mercado y al crimen.
Ese movimiento silencioso no sólo modificó el mapa económico; transformó el emocional, mezcló culturas que no compartían códigos, generó resentimientos, alimentó desigualdades y abrió un abismo entre quienes crecieron con arraigo y quienes crecieron en periferias urbanas donde la modernidad llegó en forma de precariedad, pantallas baratas y promesas incumplidas.
No es que la reforma agraria de 1992 explique por sí sola el 15N, pero sí definió quiénes serían los hijos y nietos del desarraigo: la generación que hoy encabeza mas problemas de heridas heredadas que protestas en si.
La generación que puso rostro al 15N nació en un país donde lo rural fue tratado como estorbo, donde la vida comunitaria fue sustituida por barrios hacinados, donde la identidad se fragmentó y la comparación constante, el “todos tienen más que yo” de la era digital, se volvió gasolina emocional, no son jóvenes apáticos; son jóvenes hartos de cargar un deterioro que no provocaron y con justa razón.
Ese malestar de fondo se encontró con un detonante concreto: el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no fue sólo indignación política, fue una chispa emocional en una región históricamente golpeada por el crimen, la disputa territorial y la economía mafiosa.
El Movimiento del Sombrero encarnó, de golpe, un símbolo: la idea de que alguien del mundo rural podía plantarse frente al poder fáctico.
La reacción inicial fue genuina: marchas locales, enojo real, jóvenes exigiendo vivir sin miedo en su propio territorio, todo bien, ya que había una energía auténtica, nacida de la combinación de duelo, hartazgo y memoria agraviada.
Aquí la cosa es que en México la autenticidad suele durar poco cuando la política huele oportunidad; como usted bien lo ha sabido, no hay nada que pase para que llegue quien vea la oportunidad; oportunistas les llaman.
En algún punto, entre el funeral en Michoacán y las convocatorias nacionales en redes, el centro de gravedad se movió: del duelo regional al diseño de una “mega marcha” que ya no hablaba sólo de Uruapan, sino de “la juventud mexicana contra el régimen” y así nació la marcha del 15N, hasta ahí, nada ilegítimo: protestar es un derecho, lo problemático vino después.
Las cifras ayudan a bajar el humo, en la marcha central de la Ciudad de México, la SSC habló de alrededor de 17 mil asistentes, la imagen en la plancha mostró mayoría adulta y capas medias urbanas; la presencia juvenil existió, pero fue menor a la narrativa de “insurgencia generacional” que se vendía en redes, en otras ciudades sí se vieron contingentes jóvenes importantes, pero la foto global dista de la épica que se quiso instalar.
El guion, además, fue el clásico del choque callejero: un Bloque Negro empujando hacia la violencia, vallas derribadas, cerca de un centenar de policías heridos y varios detenidos, que me suena mas al clásico que ya no sabe como llamar la atención y se pone a hacerla de jamón para que lo golpeen y salga a hacer su rueda de prensa diciendo que lo quieren silenciar (sin raspar mubles) y entonces surge la pregunta inevitable: ¿en qué momento un dolor cívico de raíz juvenil terminó convertido en estandarte prestado de una oposición desesperada por encontrar algo que le pegue al gobierno? La respuesta está, en buena medida, en la operación digital.
En las semanas previas al 15N, la conversación en redes se infló hasta registrar millones de interacciones, distintos monitoreos detectaron que una porción muy significativa provenía de bots coordinados: cuentas recién creadas, actividad atípica, tráfico impulsado desde el extranjero, no eran simples “fans intensos”, sino una ingeniería política que buscaba inflar artificialmente una narrativa: la de una generación Z en rebelión total, supuestamente dispuesta a “tomar el país”, aunque la realidad en las calles fuera bastante más modesta y heterogénea, yo le llamaría en este punto: ¡operación globo desinflado jaja!
Para acabarla de amolar se les vino el golpe simbólico más fuerte: Grecia Quiroz, viuda de Manzo y figura moral del Movimiento del Sombrero, se deslindó públicamente de la apropiación del 15N siendo que ella, la persona que encarna el origen ético de una movilización te dice “esto ya no es nuestro”, toda operación política queda desnuda; ya no se trata sólo de contar asistentes; se trata de quién tiene la legitimidad para hablar en nombre del agravio.
Aquí es donde entra, con todas sus reservas, el término incómodo: golpe blando, no me refiero a un golpe de Estado de película, con tanques y comunicados solemnes, sino a algo distinto: lo que en América Latina se ha bautizado así para describir estrategias de desgaste al gobierno a través de presión mediática, judicial, económica y callejera, combinadas con técnicas de acción no violenta como las que Gene Sharp sistematizó en sus manuales.
El esquema se parece: acciones “cívicas” envueltas en estética emocional, amplificación digital masiva, narrativa internacional prefabricada, provocación calculada para luego acusar represión, y uso de símbolos potentes para movilizar a personas que no necesariamente comparten un proyecto político común.
El 15N encajó parcialmente en ese patrón, pero de forma torpe, si el dolor era real, la juventud, también, pero lo construido desde arriba, en cambio, era artificial: una narrativa generacional estandarizada, diseñada desde escritorios que no entienden la vida en la periferia, pegada sobre un símbolo rural que no les pertenece y amplificada por maquinarias digitales con dinero opaco.
Para colmo, con un simbolismo que no termina de encajar con ciertos grupos que suelen sentirse incómodos con iconografías ajenas a su tradición: los mismos que durante años no conocen el México profundo ahora aparecieron cargando calaveras, con fémures portando sombreros y retóricas que no combinan con su catecismo político, a ver si no los excomulgan y les llaman la atención por ignorantes, por lo que estoy seguro que más de uno tendrá que explicar en casa por qué de repente abrazan aquello a lo que siempre han condenado.
El resultado fue un Frankenstein político: un cuerpo armado con trozos de hartazgo juvenil legítimo, injertos de operación digital y remaches de oportunismo partidista. Una criatura que camina un día, hace ruido, golpea vallas, pero no construye estructuras ni arraigo; a la primera contradicción el deslinde de la viuda de Manzo, la evidencia de los bots, la foto real de la marcha empieza a desmoronarse.
Mientras tanto, la raíz del problema sigue ahí, intacta: un país fracturado desde que el campo fue abandonado como proyecto nacional; familias que migraron sin red de protección; jóvenes que heredaron desarraigo, desigualdad y desconfianza; una generación que aprendió a comparar su vida con la de cualquier influencer del mundo en tiempo real, pero que sigue encontrándose con el mismo transporte deficiente, las mismas balaceras, las mismas oportunidades escasas.
Lo preocupante no fue la marcha en sí, lo preocupante es lo que revela: una generación que exige futuro y una oposición que, en lugar de entender su origen social profundo, sólo ve en ellos una oportunidad para su presente electoral. Es una mezcla explosiva para el país, pero también una sentencia para quienes intentan apropiarse de dolores que nunca compartieron.
Porque lo dije antes y lo repito ahora: estamos viendo los frutos de decisiones tomadas hace treinta años. El problema no es que la juventud se organice; el problema es que se pretenda dirigir desde arriba una semilla que nunca se sembró.
Es cuanto.

Alfonso Becerra Allen
Abogado corporativo y observador político, experto en estrategias legales y asesoría a liderazgos con visión de futuro. Defensor de la razón y la estrategia, impulsa la exigencia ciudadana como clave para el desarrollo y la transformación social.


