Tras la caída de Tenochtitlan y la rendición de los grandes señoríos indígenas, el panorama de la Nueva España parecía, en apariencia, estabilizarse. Los españoles se asentaron en las tierras conquistadas, establecieron encomiendas, fundaron ciudades y comenzaron el largo proceso de mestizaje cultural y social con los pueblos originarios. Sin embargo, no todos se conformaron con cultivar tierras o administrar encomiendas. Para muchos, la conquista apenas comenzaba.
El encuentro con civilizaciones tan avanzadas como la mexica, maya o mixteca despertó en los conquistadores una poderosa inquietud: si Tenochtitlan existía, ¿qué otras ciudades doradas o reinos fabulosos podrían hallarse más allá de las montañas y desiertos? Las leyendas indígenas, malinterpretadas o transformadas por la imaginación europea, alimentaron los viejos mitos de El Dorado, Cíbola y Quivira. Así comenzó una nueva etapa: la de la exploración.
El primero en dar el paso fue el propio Hernán Cortés, quien, impulsado por su ambición y visión expansionista, promovió exploraciones hacia el sur, el mar del sur (Pacífico), y también hacia el norte. En una de sus expediciones descubrió la península que hoy conocemos como Baja California, a la que bautizó en honor a la reina Califa, figura mítica de una novela de caballerías muy popular en Europa.
A su ejemplo le siguieron otros. Nuño Beltrán de Guzmán exploró el occidente de México y descubrió la región del Bajío. Diego de Ibarra halló ricas vetas de plata en Zacatecas, lo que marcó el inicio de una fiebre minera que atrajo a cientos de aventureros. Poco después, su pariente Francisco de Ibarra fundaría asentamientos aún más al norte, como el valle de Guadiana, hoy Durango, y más tarde Santa Bárbara, como punto neurálgico del Real de Minas.
Pero la exploración del septentrión no fue únicamente por tierra firme. En 1529, un naufragio entre Cuba y Florida llevó a un grupo de sobrevivientes a protagonizar una de las odiseas más extraordinarias del siglo XVI. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el esclavo africano Estebanico, Alonso del Castillo Maldonado y Andrés Dorantes de Carranza recorrieron durante casi ocho años las tierras desconocidas del actual sur de Estados Unidos, desde Texas hasta Culiacán, en Sinaloa. Su relato, recogido en el célebre libro Naufragios y comentarios, da testimonio de una travesía marcada por el sufrimiento, la convivencia con diversas tribus y el descubrimiento de un mundo desconocido.
A su paso por la Ciudad de México, las autoridades virreinales interrogaron a Cabeza de Vaca y sus compañeros, ansiosos por saber si habían encontrado nuevas fuentes de riqueza. Aunque los viajeros aseguraron no haber visto nada comparable a Tenochtitlan, mencionaron rumores escuchados entre los apaches sobre ciudades opulentas más al norte.
Esos rumores bastaron para encender de nuevo la llama de la ambición. El virrey organizó entonces una expedición sin precedentes: más de 1300 hombres al mando de Francisco Vázquez de Coronado, gobernador de la Nueva Galicia, quien sería guiado por el fraile Marcos de Niza. Este último, convencido o deseoso de convencer, aseguró haber sido testigo de las riquezas de las míticas Cíbola y Quivira.
La expedición se dividió en múltiples grupos que exploraron vastas regiones: desde el Gran Cañón del Colorado hasta las llanuras del río Mississippi. Pero las ciudades doradas jamás aparecieron. En su lugar, encontraron pueblos indígenas pobres, como los indios pueblo, con culturas interesantes pero sin los tesoros soñados.
Decepcionado, Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de México con un informe más realista: el norte no albergaba imperios dorados, pero sí extensas tierras por conocer, pueblos por evangelizar y nuevos caminos por recorrer.
Así, del polvo de la conquista nació la llama de la exploración. Un impulso que no se apagó con la caída de un imperio, sino que se proyectó en el horizonte interminable de lo desconocido, moldeando para siempre la historia del continente.

Marduk Silva
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Profesor en Preparatoria Lobos de la Universidad de Durango Campus Juárez y en la Escuela Preparatoria Luis Urias.
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