A principios de los años cincuenta, el gran cineasta español Luis García Berlanga rodó Bienvenido, Mr. Marshall. Este clásico de la posguerra europea narra la historia del imaginario pueblo de Villar del Río ante la llegada de una delegación norteamericana. Todos los habitantes, pobres e ignorantes, anhelan la nueva riqueza que les traerán los dólares que por aquel entonces el Gobierno de Estados Unidos estaba repartiendo para la reconstrucción del continente. En su intento de impresionar a los visitantes, engalanan el pueblo y diseñan un rocambolesco espectáculo folclórico. Al final, tras varias semanas de dificultosos ensayos, la comitiva llega con su pompa y estruendo pero pasa de largo sin detenerse en el pueblo. De esta manera, el sueño de Villar del Río se esfuma con la profunda decepción de haber sido completamente ignorados por los norteamericanos.

Hace unos días, cuando regresaba a casa después del trabajo, encontré mi calle en Chicago asediada por la policía y la prensa. Pregunté a una mujer qué estaba sucediendo y me respondió que Barack Obama iba a asistir a la cena privada que un vecino rico había organizado para recaudar fondos. Como tenía otras cosas que hacer me fui al apartamento. Pero una vez allí empecé a pensar que las tareas podían esperar. Al fin y al cabo, el Presidente de los Estados Unidos no visita todos los días el barrio donde vive uno. Aprovechando que un rato después estaba invitado a otra cena mucho más humilde, me vestí con mis mejores galas.

Así que regresé a la calle, asediada ahora por los curiosos. En una esquina del cordón policial, que en realidad eran sólo dos agentes y una valla de madera para cada entrada de la calle, había tres hombres protestando en silencio. Tenían una pancarta con calidad de imprenta y repartían papeles donde denunciaban que el Presidente se codease con la oligarquía capitalista y aceptase sus sobornos en forma de recolectas para otras causas. Su petición final a los viandantes era que no votasen a los políticos ni participaran de su corrupto sistema.

Intenté hablar con uno de los hombres pero me dijo que si estaba interesado en saber más consultase la página web que aparecía en el panfleto. A continuación se lanzó a seguir repartiendo las octavillas a todo el que se cruzaba enfrente nuestra. Lo cual me dio la sensación de que hasta los antisistema en Estados Unidos se rigen por la lógica del mercado: vender lo máximo en el menor tiempo posible. Aunque se trate de ideas medianamente subversivas. Nada que ver con los “quijotes urbanos” españoles a los que estoy acostumbrado. Lobos solitarios que pueden pasarse varias horas, o hasta que se les acabe el tabaco, contándole a uno sus batallas perdidas y las interminables noches en comisaría por asuntos que a nadie interesa.

Un poco decepcionado por la frialdad de estos contestatarios, continué andando y vi una enorme tienda blanca en la entrada de la vivienda donde se celebraría la cena. Fui al otro lado de la cuadra donde estaban los periodistas y un nutrido grupo de curiosos hipsters. Algunos de los cuales quizás fuesen agentes infiltrados. Pregunté a un cámara de televisión cuándo llegaba Obama y si lo haría por ese lado de la calle. Me respondió que no lo sabía, que nunca informan de estas cosas a la prensa. Supuse que por motivos de seguridad porque el Presidente de los Estados Unidos siempre tiene el dudoso honor de ser la persona más amenazada del mundo. Sobretodo cuando es negro, tiene antepasados islámicos y algunas ideas propias de rojos en un país repleto de talibanes cristianos.

Entonces, quizás como maniobra de despiste o para entretener al público, un escuadrón de policías montados en unas aparatosas motos cruzó la calle. Iban protegidos por unos enormes cascos y ocultaban sus ojos tras unas gafas de sol modelo aviator. En realidad, sólo hacían estruendo porque iban de un lado de la calzada al otro sin motivo aparente. Fui a la calle de al lado donde había concentrado otro grupo de periodistas y curiosos con idéntico resultado. Frustrado por esperar sin que nadie supiera nada, regresé al lugar donde estaba originalmente.

El tiempo pasaba. Los snobs parecían muy excitados con la ilustre visita. Sus perritos escuálidos, con impolutos cortes de pelo, deseaban regresar a casa pero sus dueños estaban dispuestos a aguantar el tiempo que fuese necesario. En medio del aburrimiento, una especie de furgoneta con unos deslumbrantes faros en su techo vino hacia nosotros. Cuando estaba a unos pocos metros, el vehículo apagó las luces y pasó rápidamente a nuestro lado alejándose por la calle. Dos agentes retiraron la valla de madera y por la acera comenzaron a caminar todos los transeúntes retenidos al otro lado de la calle. “¿Y el Presidente Obama?”, pregunté a uno de los policías. “Ya llegó”, me respondió. Debí poner cara de idiota.

Entonces me prometí a mí mismo que sería la última vez que esperaba a un Presidente de los Estados Unidos. Y que si algún día me convertía en multimillonario, aunque cada día estoy más lejos de conseguirlo, le invitaría a mi casa. Entonces sería yo quién le haría esperar. La ficción, la realidad y el paso del tiempo me han demostrado que al final, todo es un asunto de dinero. Eso sí, a mí no vuelven a hacerme un Mr. Marshall.