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    diciembre 2, 2025 | 11:59

    Ayotzinapa: el eco Incesante de una herida abierta

    Publicado el

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    La salud de una democracia se mide en su capacidad para garantizar la no repetición de sus atrocidades. No basta con el simple transcurrir del tiempo; se requiere un ejercicio activo y consciente de memoria, justicia y, fundamentalmente, una reingeniería de las estructuras que permitieron el horror. La no repetición es un principio jurídico y un imperativo ético que obliga al Estado a desmantelar la maquinaria de la impunidad y a construir diques institucionales para que el pasado no se convierta en prólogo.

    A once años de la noche infame de Iguala, el concepto de “no repetición” resuena como una advertencia funesta en México. La desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa no fue un rayo en cielo sereno, sino la manifestación más cruda de una patología sistémica: la colusión entre el poder político, las fuerzas de seguridad y el crimen organizado. Hoy, esa amenaza no solo persiste, sino que se ha metastatizado. La maquinaria del olvido, como la describe Amnistía Internacional, sigue operando con una eficiencia brutal, pulverizando la verdad y erosionando la confianza ciudadana en las instituciones. El riesgo no es solo no encontrar a los 43, sino normalizar la desaparición como un daño colateral de una gobernabilidad fallida.

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    El detonante de esta amarga reflexión es el propio aniversario. Cada 26 de septiembre se activa un doloroso recordatorio de que la verdad plena y la justicia siguen siendo una deuda sangrante. El caso concreto es la persistencia de un “pacto de silencio”, especialmente en las esferas militares, que obstruye el acceso a documentos y testimonios cruciales para el esclarecimiento. A pesar de los vaivenes políticos y los cambios de administración, la opacidad de las Fuerzas Armadas se mantiene como un muro infranqueable, una afrenta directa a los derechos de las víctimas y una burla a la autoridad civil. La exigencia de los padres y madres de los normalistas para que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) regrese, condicionada a la apertura total de los archivos castrenses, encapsula el nudo gordiano del problema.

    Este bloqueo militar no es una anécdota, es un síntoma de una democracia tutelada. Implica que existen poderes fácticos por encima del escrutinio público y de la justicia. La negativa a transparentar la información revela un desprecio por el derecho a la verdad de las víctimas, un pilar fundamental en la reparación del daño. Analizar el caso Ayotzinapa es realizar una autopsia en tiempo real a un Estado donde la procuración de justicia es selectiva y donde la vida de los jóvenes, sobre todo si son pobres y críticos, parece tener un valor ínfimo. La “verdad histórica”, aquel montaje insostenible, fue el primer intento por cerrar el caso con un monólogo de poder; la opacidad actual es su continuación por otros medios.

    El debate se amplía inevitablemente hacia la crisis de derechos humanos que devora al país. Ayotzinapa es el rostro más visible de las más de 110,000 personas desaparecidas en México. Este caso desnuda la catástrofe forense nacional, con decenas de miles de cuerpos sin identificar que yacen en morgues y fosas comunes, suspendidos en un limbo de indiferencia institucional. ¿Qué políticas públicas se han implementado para revertir esta tragedia? La creación de comisiones y fiscalías especiales resulta insuficiente si no se ataca la raíz: la impunidad que garantiza que desaparecer personas sea un crimen sin consecuencias. Sin una reforma profunda de las fuerzas de seguridad y del sistema de justicia, cualquier promesa de “no repetición” es retórica vacía.

    Rectificar el camino exige más que discursos. Es imperativo que el poder civil someta al poder militar, garantizando el acceso irrestricto a la información. Se debe invertir masivamente en capacidades forenses para devolver la identidad a miles y la paz a sus familias. Pero, sobre todo, debemos transitar de una indignación intermitente a una ciudadanía vigilante y activa. Ayotzinapa no debe ser solo una fecha en el calendario de las causas perdidas, sino una lección permanente: la defensa de los derechos humanos y la construcción de la paz son responsabilidades compartidas. La esperanza reside en que la memoria de los 43 siga siendo un eco incesante que nos impida, como sociedad, volver a guardar silencio.

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    Georgina Bujanda

    Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.


    Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.

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