Vivimos en un mundo que premia la fortaleza, la autosuficiencia y la seguridad, como si fueran el único “avatar” válido para andar en sociedad. No está mal: son cualidades valiosas. Pero en nuestra frágil humanidad no siempre podemos ni debemos vestir esa armadura. La vida no está libre de problemas ni de duelos, y exigir invulnerabilidad es pedirle a la piel que no sienta.
En el litigio no sólo resolvemos, defendemos y asesoramos a quienes acuden. Trabajamos con lo más delicado: con lo que duele tanto que hasta las caricias lastiman. Ejercer la abogacía penal y familiar, con especialidad en violencia y derechos humanos, es permanecer frente al dolor; sobre todo frente al dolor de personas dignas que nos entregan su confianza.
Esa confianza es un regalo. Nos abre su vulnerabilidad y recuerda que no sólo realizamos un trabajo profesional. Es un servicio remunerado, sí, que debe ser proporcional y ético; pero también nos enriquece poder ser de ayuda y, por qué no decirlo, de apoyo.
En las primeras entrevistas —sobre todo con víctimas de violencia—, procesos familiares, penales (generalmente ambas materias) la empatía, paciencia, validación y amabilidad son fundamentales. Escuchar sin paternalismo, con oído atento, y responder a esa confianza preparándonos y estudiando de forma constante.
Retomo el punto inicial: incluso las personas más fuertes: no sólo es esperable, sino humano, ser vulnerables. Asumir y abrazar nuestros miedos y dolores —en todas las relaciones, y en particular en la relación abogacía–personas usuarias— permite construir confianza real. ¿Por qué real? Porque ante el peligro lo esperable es sentir miedo, sentir no siempre es agradable.
El miedo no significa estar mal. A veces es lo contrario. Como dice mi amigo Daniel: “El miedo es la reacción más honesta y humana cuando nos quitan el suelo bajo los pies”. Al promover acciones jurídicas para recuperar una vida libre de violencia, todo lo relacionado a las y los hijos; claro que aparece el miedo: se deja atrás lo conocido —quizá malo, pero conocido— y llega el desconcierto. Debemos ser eficaces al informar con sensibilidad, incluso las malas noticias.
Se necesita mucho valor y hartazgo para dejar de ser agredidas y agredidos y atreverse a navegar un mar —los procesos jurídicos— desconocido, donde los viejos mapas ya no sirven. El camino suele ser largo y desgastante. El dolor no desaparece: acompaña.
Con perspectiva de género, de derechos humanos e infancia, la escucha es obligación de debida diligencia. Implica explicar procedimientos, tiempos y riesgos en lenguaje claro, sin eufemismos que opaquen la realidad ni tecnicismos que excluyan. Nombrar la violencia por su nombre, documentarla con rigor y activar redes comunitarias y públicas de apoyo también es cuidado. También lo es reconocer los límites del derecho y articularlo con otras rutas de protección.
Por eso la preparación técnica y el compromiso profesional deben ir de la mano de la humanidad. De lo contrario, condenamos a las personas a no saber ni entender lo que ocurre en asuntos vitales. Eso es revictimizarlas.
A veces no sólo toca resolver un expediente; toca acompañar un trayecto donde el miedo y la fe se sienten en cada hueso. Aun así, seguimos. Y debemos hablar con sinceridad sobre las posibilidades reales de cada asunto, porque esa fe será puesta a prueba en batallas duras y formales. En el proceso, la herida tiembla, pero se niega a romperse. Por eso la empatía, el cuidado y el autocuidado —recibir terapia, incluso gestionarla gratuitamente— no son accesorios: son parte del deber profesional.
Agradezco esta labor que te hace crecer como profesional y como persona. Es un camino que vale la pena recorrer y donde se agradece mucho la oportunidad de ayudar.
Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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