La verdadera medida de la civilización de una sociedad se refleja en cómo protege a sus miembros más vulnerables: niñas, niños y adolescentes. No es una aspiración poética, sino el pilar del contrato social. Cuando el Estado falla en garantizar su seguridad, no solo incumple su función más básica, sino que exhibe una fractura que aniquila su legitimidad.
En nuestro país, esa grieta es un abismo. El monopolio de la fuerza, teóricamente en manos del Estado para imponer orden, se ha pulverizado en un archipiélago de violencias donde la vida tiene precio, a menudo uno irrisorio. La ausencia de autoridad, sustituida por la ley del más cruel, es la señal inequívoca de que hemos normalizado lo intolerable.
El caso de Fernandito, de cinco años, es el epicentro de este horror. En Los Reyes La Paz, Estado de México, fue secuestrado, torturado y asesinado. No murió en una disputa entre cárteles, sino como “garantía” de una deuda de mil pesos. Los vecinos escucharon su llanto y vieron el maltrato: “Le aventaban la comida al piso”. El 4 de agosto, su cuerpo apareció en un costal.
La crueldad de sus captores —ya detenidos— es evidente. Pero el verdadero horror yace en el contexto que lo permitió. Primero, la precariedad que empuja a una madre a endeudarse, un reflejo de la cotidiana violencia económica de género. Segundo, el vacío de las instituciones. ¿Dónde estaba el sistema de protección a la infancia? ¿Dónde estabala policía, mientras un niño era torturado por días? La comunidad, atrapada entre el miedo y la indiferencia, dejó que los gritos se volvieran paisaje.
Este abandono no es omisión, es negligencia activa. Mientras Fernandito moría, la autoridad exhibía su decadencia. La noticia de policías que usaron su patrulla para actos sexuales en horas de servicio no es una anécdota bochornosa; es el retrato de un poder ausente, absorto en sí mismo, mientras la ciudadanía queda a merced de la violencia. La patrulla vacía en la colonia es tan cómplice como el silencio de los vecinos.
El llanto de Fernandito, ignorado durante días, debe retumbar en la conciencia colectiva. Su muerte no puede ser una estadística más; es un veredicto que nos obliga a cuestionar el pacto social que damos por sentado. No basta con detener a los responsables materiales: urge reconstruir el tejido comunitario y exigir a las autoridades que abandonen la simulación. La seguridad de la infancia no es negociable ni depende de la capacidad de pago de una madre. Protegerlos es la única brújula moral que le queda a una nación herida. Si el Estado no es capaz de cumplir esa tarea, su legitimidad se desvanece, dejando tras de sí un país donde la vida de un niño puede valer apenas mil pesos.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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