Las noticias fatales no cesan en el estado Grande. Día tras día la tragedia parece ensañarse con Chihuahua: inundaciones, desapariciones, secuestros, crematorios irregulares… y ahora, el asesinato de Jasiel Giovanny, un niño de apenas ocho años, víctima de una violencia atroz, que desgarra no sólo a su familia, sino a una sociedad que asiste impotente a la descomposición de sus estructuras más básicas.
Jasiel, como tantos otros niños en familias trabajadoras, quedó bajo el cuidado de quien debía protegerlo: su padrastro, mientras su madre cumplía jornadas nocturnas en la maquila, rutina que en esta tierra es casi regla. Pero ese lazo de confianza, íntimo y esencial, fue traicionado con la peor saña posible. Su asesinato no es sólo el reflejo de un drama familiar; es también la muestra de un entorno que orilla a muchas madres a confiar en quien no deberían, sin contar con redes públicas de cuidado ni políticas sociales que las respalden.
El presunto responsable, Abraham Alejandro F.D., enfrenta cargos de homicidio agravado, violación y violencia familiar. Sin embargo, lo que debería ser un proceso claro y contundente de impartición de justicia, ha adquirido un matiz inesperado: Abraham es un hombre trans, nacido mujer, y a petición de su defensa fue trasladado al penal femenil de Aquiles Serdán, argumentando su condición legal y el respeto a su identidad de género.
Este giro, más que aportar claridad, destapa una herida aún más profunda: la de una ley aplicada a conveniencia, que en este caso exhibe una peligrosa dualidad. Porque mientras el acusado adoptó socialmente el rol de hombre —y en esa calidad asumió autoridad y poder sobre el niño al que debía cuidar—, ahora, enfrentado a las consecuencias de sus actos, apela a su sexo biológico para obtener un trato diferenciado en prisión.
No es menor el detalle: las autoridades han validado esa solicitud, permitiéndole evadir las condiciones más estrictas que enfrenta cualquier hombre acusado de estos delitos en un penal varonil. La pregunta es inevitable y perturbadora: ¿qué justicia puede haber cuando la ley se vuelve flexible según la identidad que declare el acusado? ¿Cómo explicar a la madre de Jasiel —o a cualquier otra víctima— que hay distintas leyes y castigos, no según el crimen cometido, sino según cómo se identifique quien lo comete?
Aquí no debe caber confusión: la ley no puede ser selectiva ni moldeable al capricho de identidades ni conveniencias. No debe haber una ley rígida para los hombres y otra más blanda para las mujeres. Mucho menos una ley “a la carta” donde el género, más que un derecho, se convierte en un recurso estratégico para eludir consecuencias.
El asesinato de Jasiel exige justicia sin ambigüedades, con una aplicación imparcial de las normas que garantice que quien delinque pague por sus actos como persona, no como género. Porque de lo contrario, la tragedia de Jasiel no solo quedará impune en lo humano, sino que también sentará un precedente peligroso en lo legal: uno donde la ley misma se diluye en interpretaciones oportunistas.
No. No debe haber dos leyes, ni dos caminos, ni indulgencias especiales. La justicia que Chihuahua reclama no puede ser un privilegio mutable según identidad o autodefinición. Debe ser una justicia que vea los hechos, que honre a las víctimas y que proteja, sin fisuras ni favoritismos, a los más vulnerables.
Lo contrario sería traicionar no sólo a Jasiel, sino a todos los niños y niñas que aún esperan —y merecen— vivir en un estado donde la ley no se doblegue ni se negocie.

David Gamboa
Mercadólogo por la UVM. Profesional del Marketing Digital y apasionado de las letras. Galardonado con la prestigiosa Columna de Plata de la APCJ por Columna en 2023. Es Editor General de ADN A Diario Network.


