La reciente reforma a la Guardia Nacional, aprobada por la mayoría oficialista, no es un avance en seguridad; es una regresión en derechos. El país ha cruzado una línea peligrosa: no solo consolida la militarización de la seguridad pública, sino que otorga a las fuerzas armadas la capacidad de vigilar nuestras comunicaciones. ¿Los controles civiles? Ausentes. ¿Contrapesos institucionales? Inexistentes. ¿Límites democráticos? Olvidados.
Esta decisión legislativa marca un punto de no retorno. La Guardia Nacional, creada como un cuerpo civil, queda ahora formalmente bajo mando castrense. Se cumple así la advertencia de múltiples organizaciones defensoras de derechos humanos desde 2019: México cede a la lógica de la fuerza en lugar de apostar por la justicia.
Lo más grave no es solo la subordinación de la seguridad pública a mandos militares. La reforma abre la puerta a la vigilancia masiva e ilegal de las telecomunicaciones. Bajo el pretexto de combatir el crimen, las fuerzas armadas podrán acceder a datos personales, geolocalización en tiempo real e incluso intervenir comunicaciones sin orden judicial. Esto no es seguridad, es espionaje institucionalizado.
En una democracia, los cuerpos de seguridad no deben tener más poder que la ciudadanía. La privacidad no es un lujo, es un derecho humano. El respeto a la intimidad de nuestras comunicaciones no puede depender de la voluntad del Ejército, sino del cumplimiento estricto de la Constitución.
Desde Chihuahua, una tierra marcada por episodios trágicos de violencia e impunidad, sabemos que la militarización no ha traído paz. Quienes aquí hemos trabajado por años en la construcción de seguridad ciudadana sabemos que las soluciones sostenibles requieren policías capacitadas, ministerios públicos autónomos, prevención social y justicia de proximidad. Ninguna de esas tareas puede delegarse en una corporación armada cuya doctrina está diseñada para la guerra, no para proteger a civiles.
La experiencia internacional es clara: cuando se militariza la seguridad pública, aumentan las violaciones de derechos humanos, disminuyen los controles y se profundiza la desconfianza ciudadana. La vigilancia sin supervisión no resuelve el problema del crimen; solo lo desplaza hacia otro terreno igual de peligroso: el autoritarismo.
La pregunta es sencilla pero urgente: ¿quién vigila a quienes nos vigilan? ¿Quién responde si nuestras conversaciones privadas se convierten en materia de inteligencia militar? ¿Quién protege a defensoras de derechos humanos, periodistas, disidentes, a quienes cuestionan al poder?
Porque cuando el Ejército puede escucharlo y verlo todo, y actuar sin control, ya no vivimos en una democracia plena. Vivimos bajo la sombra de una vigilancia omnipresente que, lejos de protegernos, nos silencia.
La reforma a la Guardia Nacional no combate la inseguridad, la institucionaliza. No refuerza la legalidad, la erosiona. No garantiza derechos, los amenaza.
Hoy más que nunca debemos alzar la voz. No para oponernos a las fuerzas armadas —cuyo papel en la defensa nacional es indiscutible—, sino para exigir que regresen a sus cuarteles, donde pertenecen. La seguridad pública debe estar en manos de civiles, con formación en derechos humanos, perspectiva de género y un firme compromiso con la legalidad.
Las libertades que no se defienden, se pierden. La intimidad que no se protege, se vulnera. Y una democracia que renuncia a su control civil sobre la fuerza, deja de serlo.
No es exageración. Es una alerta. La militarización avanza. La vigilancia sin límites también. Y no hay futuro democrático posible si dejamos que nos arrebaten la privacidad en nombre de una seguridad que nunca llega.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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