Después de meses —o más bien años— de sequía, por fin llueve en Ciudad Juárez. El cielo, al fin, se desahogó con unas gotas de esperanza, esas que todos implorábamos cuando el calor se volvía insoportable, cuando los árboles resecos colgaban sus hojas y cuando los mantos acuíferos pedían auxilio en silencio. Pero bastó una lluvia medianamente fuerte para que nuestra reacción fuera la contraria: quejas, enojo, memes, frustración. ¿Y cómo no, si media ciudad colapsa con cada tormenta?
La culpa, sin embargo, no es de la lluvia.
Es fácil gritarle al cielo, pero más difícil mirar al suelo. Los automóviles arrastrados por el arroyo de Las Víboras no cayeron por una tormenta caprichosa, sino por un problema de planeación urbana crónico. Las vialidades inundadas, el agua que se mete a las casas, los pasos a desnivel convertidos en ríos artificiales, todo eso no debería pasar si las obras públicas cumplieran con estándares técnicos, si las autoridades no “taparan el sol con cemento” y si, como ciudadanos, exigiéramos algo más que asfalto nuevo para la foto.
El paso a desnivel de la Avenida Insurgentes, por ejemplo, es una burla hidráulica. Cada año, sin falta, se convierte en piscina pública para coches varados y en fuente de tragedias que sí tienen responsables. Y no, no es la lluvia quien tiene nombre y apellido, sino las administraciones que han dejado pasar el tiempo sin una solución de fondo. Lo mismo ocurre con colonias enteras al poniente y suroriente, donde los drenajes pluviales no existen y la única estrategia es “esperar a que se absorba”.
La lluvia es necesaria. Lo que no necesitamos es esta manera de vivirla.
Los encharcamientos, los deslaves, los arroyos sin señalizar, las obras mal ejecutadas, todo eso son fallas que no deben romantizarse ni normalizarse. Son errores de política pública que se arrastran entre sexenios municipales, estatales y federales. Y si bien es cierto que tenemos un clima hostil y una topografía complicada, también es cierto que otras ciudades con menos recursos han hecho más con menos, porque tienen algo que aquí se nos ha olvidado: voluntad política acompañada de participación ciudadana.
No podemos seguir reaccionando con sorpresa cada vez que llueve. Debemos transitar hacia una ciudad que se prepare para la lluvia, no que la padezca. Porque las lluvias no son emergencias: son parte del clima. El verdadero desastre es no tener un plan para ellas.
Y sí, la responsabilidad empieza con los gobiernos, pero no termina ahí.
Como ciudadanos debemos exigir más, informarnos más y participar más. ¿Queremos drenajes pluviales? Exijámoslos. ¿Queremos planes de contingencia? Preguntemos por ellos. ¿Queremos obras bien hechas? Acompañemos el proceso, pidamos transparencia y castiguemos la ineficiencia en las urnas. Quejarse en redes es el desahogo. Actuar en colectivo, la solución.
También hay que mirar hacia adentro. Si seguimos tirando basura en las calles, obstruyendo arroyos naturales con escombro o dejando que las colonias crezcan sin orden, entonces también somos parte del problema. Construir ciudad no es solo votar cada tres años. Es entender que lo público es nuestro.
Hoy que llovió, que por fin llovió, la tierra juarense respiró. Los árboles que aún quedan dieron un respiro. Pero la ciudad, una vez más, se asfixió en su abandono.
Entonces, la próxima vez que llueva, no le gritemos al cielo. Exijámosle a quien sí tiene el poder —y la obligación— de transformar el suelo.
Porque Ciudad Juárez merece más que lodo y lamentos.

César Calandrelly
Comunicólogo / Analista Político


