Un niño de 10 años murió. Dos más, de 4 y 5 años, resultaron heridos. No estaban en un operativo, no portaban armas, no formaban parte de ningún cártel. Eran niños. Vivían en Zitácuaro, Michoacán, uno de los muchos rincones del país donde la violencia es parte de la realidad cotidiana, del paisaje, es decir: rutina.
Este lunes, quedaron atrapados entre el fuego cruzado de un enfrentamiento entre presuntos integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y civiles armados. El saldo es brutal: una infancia más rota, una vida pérdida de manera injusta y despiadada; una sociedad que se va acostumbrando a lo inaceptable y como mencioné en el párrafo anterior, ha normalizado la violencia como parte de la triste cotidianeidad. Porque ese es uno de los peores efectos de la violencia: la normalización.
¿Qué democracia es posible en un país donde las niñas y niños no pueden jugar sin miedo, donde los padres temen que una balacera les arrebate lo más valioso, y donde el crimen organizado ocupa territorios completos ante la mirada omisa del Estado? ¿Dónde nos hemos acostumbrado al no pasa nada si te mantienes lejos (sí, tu quien actúa con sus derechos y conforme a la ley) y no te involucres. Pero a veces la vida tiene la mala jugada de que estes en el lugar incorrecto en el momento equivocado. Desafortunadamente esas excepciones se van haciendo más frecuentes.
Desde el poder se insiste en que “vamos bien”. Se asegura que la estrategia de “abrazos, no balazos” prioriza los derechos humanos. Pero ¿qué derechos pueden garantizarse cuando el Estado ha cedido el control de regiones enteras a grupos criminales? ¿Qué justicia puede exigirse cuando matar a un niño no provoca una crisis nacional sino apenas unas cuantas declaraciones? Sí acaso una nota más. Hemos pérdido la indignación y cedemos con resignación a lo indecible.
Lo sucedido en Zitácuaro es más que una tragedia individual: es una herida más al débil tejido social. Una señal de alarma para quienes creemos en el Estado de Derecho, en la vida digna y en una nación donde efectivamente podamos ser iguales, no de guaruras para garantizar la vida. Porque no se puede hablar de justicia cuando la infancia se convierte en daño colateral. No se puede hablar de democracia cuando reina la impunidad y el cada vez más minado Estado de Derecho.
La violencia criminal no se combate con discursos. Se enfrenta con instituciones sólidas, policías profesionales, fiscalías autónomas y un Poder Judicial independiente. Pero mientras se desmantelan las instituciones, los cárteles llenan ese vacío. Mientras los niños caen bajo las balas de los verdaderos amos del territorio y aplicación de la ley.
Como defensora de derechos humanos, como ciudadana, me niego a aceptar que la violencia sea el precio de vivir en México. Y como parte de una sociedad democrática, creo que es momento de exigir un cambio de rumbo. No podemos resignarnos. No podemos callar. No podemos permitir que el asesinato de un niño se pierda entre las notas de una semana más.
Este no es un hecho aislado. Es reflejo de un país que ha dejado de proteger a quienes más deberían importar: nuestras niñas y niños. Mientras eso ocurra, mientras cada madre tenga que orar porque su hijo regrese con vida, no podemos hablar de justicia, ni de paz, ni de alegría, dignidad, vida libre de violencia y tampoco de democracia.
Que el dolor de Zitácuaro nos despierte. Que el miedo no se nos haga costumbre. Porque un país que no protege su infancia está condenado a perder su futuro.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.


