La muerte del alcalde de Uruapan ha cimbrado a Michoacán y, con razón, ha encendido las alarmas a nivel nacional. No se trata solo de la tragedia humana que representa, ni del impacto que genera en una comunidad que pierde a su autoridad, sino del mensaje político y social que deja este crimen en un estado históricamente difícil de gobernar, marcado por intereses oscuros, cacicazgos y una violencia que parece reinventarse cada vez que creemos haberla entendido.
Michoacán ha sido, desde hace décadas, una tierra donde el poder se disputa no solo en las urnas, sino también en las calles, en los montes y en los pactos que nunca se confiesan. Gobernar ahí es caminar en el filo de una navaja. Quien lo hace sin la sensibilidad y la fuerza necesarias, termina arrasado por la complejidad del territorio. Pero esta vez el asunto no se queda en los límites del estado: la muerte de un alcalde en funciones es un golpe directo al corazón de la autoridad civil, un desafío a las instituciones y un mensaje que el Gobierno Federal no puede darse el lujo de ignorar.
A la presidenta le urge dar una respuesta ejemplar. No solo por la gravedad del hecho, sino porque su gobierno —a diferencia de muchos otros— ha gozado hasta ahora de una legitimidad amplia y de una aceptación popular pocas veces vista. Mantener esos niveles de aprobación dependerá, en buena medida, de cómo se actúe ante casos como este. No hacerlo significaría abrir un flanco de vulnerabilidad política que podría convertirse en una piedra en el zapato, un tizne que opaque los avances logrados y debilite la narrativa de un gobierno fuerte, honesto y cercano al pueblo.
La ciudadanía mexicana no pide milagros, pero sí exige resultados. La impunidad en casos como el de Uruapan no solo lastima a las víctimas, sino que alimenta la desconfianza en las instituciones. Y cuando un alcalde es asesinado en ejercicio de sus funciones, lo que se pone en juego no es solo una vida, sino la credibilidad de todo un sistema. Cada ataque contra una autoridad electa es un golpe a la democracia, un intento de someter la voluntad popular a la ley del miedo.
El Gobierno Federal tiene, por tanto, una oportunidad —y una obligación— de demostrar que en México la violencia no dicta las reglas. No basta con enviar mensajes de condolencia o desplegar operativos temporales. Hace falta una investigación a fondo, un castigo visible para los responsables materiales e intelectuales, y un mensaje claro: que en este país ningún crimen contra la autoridad quedará impune. De lo contrario, la violencia seguirá repitiéndose en un ciclo perverso que normaliza lo inaceptable.
Michoacán, con su historia de resistencia, de comunidades fuertes y de autoridades que muchas veces gobiernan entre fuego cruzado, merece algo mejor. Merece justicia, estabilidad y la certeza de que el Estado no está ausente. La muerte del alcalde de Uruapan debería servir como punto de inflexión para revisar no solo las estrategias de seguridad, sino la manera en que se protege a quienes ejercen el servicio público en contextos de riesgo.
Ojalá que la muerte del alcalde de Uruapan no se quede como una estadística más ni como una nota que se diluye con los días. Que sea, en cambio, un punto de inflexión. Porque cuando se asesina a una autoridad electa, se hiere la confianza de todos. Y sin confianza, no hay gobierno que aguante ni pueblo que crea. Que haya justicia, no solo por él, sino por el país que queremos seguir creyendo capaz de gobernarse en paz. Gracias por leer, yo soy Daniela Gonzalez Lara.

Daniela González Lara
Abogada y Dra. en Administración Pública, especializada en litigio, educación y asesoría legislativa. Experiencia como Directora de Educación y Coordinadora Jurídica en gobierno municipal.


