A lo largo de los años he llegado a comprender el amor de Dios no como una idea abstracta ni como un discurso religioso, sino como una decisión profundamente humana: la de hacerse cercano. Para mí, ese amor se revela de manera contundente en el nacimiento de Jesús, no en un palacio ni rodeado de poder, sino en un pesebre, en la fragilidad de un niño.
Que Dios haya elegido nacer pequeño no es un detalle menor. Es, quizá, el mensaje más grande. El Hijo de Dios —o Dios mismo encarnado en el vientre de la Virgen María— no vino a imponerse, vino a mostrarse. No eligió el privilegio, eligió la sencillez. No eligió el miedo, eligió el amor.
Desde esta perspectiva entiendo la Navidad: no como una fecha exacta —sabemos que Jesús no nació el día que lo celebramos—, sino como un signo. La Iglesia eligió ese momento del año para recordarnos algo esencial: que Dios entró en la historia humana para abrir las puertas del cielo, cerradas desde el pecado original, y para reconciliar al ser humano consigo mismo y con su Creador.
Jesús nació para mostrarnos que Dios no es lejano. Que siente, padece, ama y acompaña. Que entiende el dolor humano porque decidió vivirlo. La Encarnación no es solo un dogma: es una declaración de amor. Dios no se quedó observando desde lo alto; decidió caminar con nosotros.
Sin embargo, con el paso del tiempo, la Navidad se ha ido llenando de ruido. Mucha celebración, poco silencio. Mucho consumo, poco pesebre. Hemos ido perdiendo el rumbo de lo esencial y, sin darnos cuenta, hemos desplazado el mensaje central por costumbres que poco tienen que ver con aquel Niño envuelto en pañales.
La nochebuena, durante la celebración, un sacerdote invitó a los niños y niñas a pasar al frente para besar la imagen del Niño Dios. Fue un gesto sencillo, pero profundamente significativo. En ese momento comprendí que la infancia es la clave para entender este gran acontecimiento. Los niños no razonan el misterio: lo acogen. No lo discuten: lo aman. Ahí está la esencia.
Jesús mismo nos enseñó que el Reino de Dios pertenece a quienes son como niños. No por ingenuidad, sino por confianza. Porque un niño ama sin condiciones, cree sin cálculos y se entrega sin reservas. Tal vez por eso Dios eligió nacer así: para que nadie tuviera miedo de acercarse.
Hoy creo que necesitamos volver a ver la Navidad desde esa sencillez. No con nostalgia ni reproche, sino con conciencia. Recuperar el sentido del pesebre, del silencio, de la familia, del amor que se comparte sin necesidad de exceso.
Celebrar la Navidad no es hacerlo perfecto; es hacerlo verdadero. Es reconocer que Dios nos amó primero y que ese amor sigue vivo cada vez que elegimos la humildad sobre el orgullo, el perdón sobre el rencor y la cercanía sobre la indiferencia.
No se trata de idealizar el pasado ni de condenar el presente. La tradición, cuando está viva, no es una pieza de museo, sino una memoria que orienta. El pesebre no compite con la modernidad; la ilumina. Nos recuerda que el valor de la vida no se mide por la apariencia ni por el éxito, sino por la capacidad de amar y servir.
Cuando vemos al Niño Dios entendemos que la grandeza no necesita imponerse. La verdadera fuerza está en la ternura, en la paciencia y en la esperanza. Quizá por eso este mensaje sigue siendo actual: porque toca lo más profundo del corazón humano y nos invita a elegir, cada día, la sencillez como camino.
Celebrar la Navidad desde esta mirada es también un acto de responsabilidad. Nos compromete a vivir de acuerdo con lo que decimos creer. A cuidar al débil, a escuchar al que sufre, a abrir espacio al otro. No es un rito vacío: es una forma de vida que comienza en casa, se aprende en familia y se transmite con el ejemplo.
Si algo nos enseña el pesebre es que Dios confía en el ser humano. Confía tanto que se pone en nuestras manos. Esa confianza es una invitación permanente a responder con amor, con coherencia y con humildad.
En tiempos de prisa y de ruido, detenernos ante el misterio del Niño Dios puede ayudarnos a reencontrar el sentido. No para huir del mundo, sino para habitarlo mejor. Ahí, en lo pequeño, suele comenzar lo verdaderamente grande.
Tal vez esa sea la invitación más clara de la Navidad: volver a lo esencial y dejar que el amor de Dios nos transforme desde dentro.
Así, con sencillez y verdad.

Héctor Molinar Apodaca
Abogado especialista en Gestión de Conflictos y Mediación.
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