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    diciembre 25, 2025 | 7:46

    Sinaloa y el país del ruido permanente

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    En México solemos confundir el ruido con la acción y la violencia visible con la seguridad pública. Nos acostumbramos a que cada semana haya un nuevo “caso emblemático”, una balacera viral, un operativo espectacular o un municipio que se convierte, por unos días, en tendencia nacional. Después, como ocurre casi siempre, el foco se mueve a otro punto del mapa y el anterior queda sumido en el mismo abandono que lo llevó al colapso. Escuinapa en Sinaloa, no es una excepción: es un síntoma.

    Escuinapa aparece en los titulares cuando la violencia estalla de manera estruendosa. Enfrentamientos, bloqueos, vehículos incendiados, suspensión de clases, miedo colectivo.

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    Entonces llegan las cámaras, los comunicados oficiales, los discursos de condena y las promesas de “no habrá impunidad”. Pero cuando el eco se apaga, lo que queda es un municipio sin Estado funcional, sin instituciones sólidas, sin presencia permanente de autoridad, y con una población que aprende, otra vez, que la ley es intermitente.

    Ese es el verdadero problema de fondo: el abandono cotidiano que no genera clics ni indignación sostenida. La seguridad pública no se pierde el día que hay una balacera; se pierde mucho antes, cuando el transporte público funciona sin reglas, cuando las policías locales sobreviven entre bajos salarios y corrupción tolerada, cuando el Ministerio Público se vuelve inaccesible o francamente hostil para la víctima, cuando denunciar es perder tiempo y exponerse a represalias.

    En ese contexto, la violencia no es una sorpresa, es una consecuencia lógica. Y, sin embargo, el debate público insiste en tratarla como un fenómeno extraordinario, casi meteorológico, que “estalló” de repente. No se habla de lo que falló antes: la falta de prevención, la ausencia de inteligencia local, la desarticulación entre autoridades municipales, estatales y federales, y la renuncia tácita del Estado a ejercer el monopolio legítimo de la fuerza de manera constante y profesional.

    El caso de Escuinapa ilustra otro vicio recurrente: la obsesión por el operativo y el desprecio por la seguridad cotidiana. Cuando la violencia escala, llegan convoyes, retenes, helicópteros y discursos de mano dura. Pero la seguridad pública no se construye a base de despliegues episódicos. Se construye con policías capacitadas, evaluadas y supervisadas; con fiscalías que investiguen y consignen; con jueces suficientes; con servicios públicos que funcionen; con espacios urbanos iluminados y transitables; con reglas que se cumplan todos los días, no solo cuando hay cámaras.

    Mientras eso no ocurra, los grupos criminales no necesitan conquistar territorios: les basta con ocupar los vacíos. Y esos vacíos los deja el Estado cuando se acostumbra a gobernar por reacción y no por presencia. El crimen organizado entiende algo que el discurso oficial parece olvidar: la autoridad no es solo fuerza, es previsibilidad. Donde no hay reglas claras ni consecuencias, alguien más las impone.

    Otro elemento que el ruido suele ocultar es el papel de las fiscalías y del Ministerio Público. Se habla poco de ellas porque no generan imágenes espectaculares, pero son el corazón del fracaso. Sin investigaciones serias, sin carpetas bien integradas, sin persecución penal real, cualquier detención es frágil y cualquier operativo es apenas un gesto. La impunidad no es un accidente: es una política de hecho cuando no se corrige.

    Escuinapa, como tantos otros municipios del país, vive atrapado en una paradoja cruel. Cuando no pasa nada, está abandonado. Cuando pasa algo grave, se vuelve escenario. En ninguno de los dos momentos hay una estrategia de largo plazo. La seguridad pública termina siendo una puesta en escena intermitente que tranquiliza conciencias, pero no transforma realidades.

    Este patrón se repite en carreteras, colonias urbanas, pueblos turísticos y zonas rurales. La inseguridad cotidiana (extorsiones, robos, abusos policiales, corrupción menor pero constante) no ocupa portadas, pero erosiona el tejido social con mayor eficacia que un enfrentamiento aislado. Educa en la idea de que todo es negociable, de que la ley depende del humor del funcionario o del criminal de turno.

    El problema no es que se hable de Escuinapa; el problema es que solo se hable de Escuinapa cuando el ruido es ensordecedor. La pregunta incómoda es qué ocurre cuando nadie mira. Ahí es donde se define si un país tiene Estado o solo simulación.

    Mientras la discusión pública siga girando alrededor del escándalo y no del abandono, seguiremos persiguiendo síntomas en lugar de causas. La seguridad pública no se recupera con discursos ni con operativos ocasionales. Se recupera cuando el ciudadano siente, todos los días, que hay reglas claras, autoridades presentes y consecuencias reales.

    Escuinapa no debería ser una nota roja más ni un símbolo pasajero. Debería ser una advertencia. Porque lo que hoy ocurre ahí no es una anomalía regional: es el espejo de un país que aprendió a vivir entre el ruido y a normalizar el abandono.

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    Fernando Schütte Elguero

    Empresario inmobiliario, maestro, escritor, y activista en seguridad pública. Destacado en desarrollo de infraestructura y literatura.


    Las opiniones expresadas por los columnistas en la sección Plumas, así como los comentarios de los lectores, son responsabilidad de quien los expresa y no reflejan, necesariamente, la opinión de esta casa editorial.

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