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    diciembre 2, 2025 | 14:51

    Sarampión en Chihuahua: la verdad incómoda

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    Cuando se anunció el brote de sarampión en Chihuahua, el relato público buscó culpables inmediatos: “comunidades que no se vacunan”, “resistencia cultural”, “usos y costumbres”.
    Pero la evidencia muestra una verdad más incómoda:
    la mayoría de las muertes no ocurrió donde primero apuntamos. Ocurrió donde menos presencia tiene el Estado.

    De al menos 20 muertes registradas en el brote, 17 pertenecen a comunidades indígenas, principalmente rarámuri, con un caso de población mixteca.
    En un corte anterior, de 14 muertes, 9 eran de origen rarámuri.
    Los datos rompen el primer mito: esta tragedia no se explica solamente por creencias religiosas ni por comunidades menonitas que rechazan la vacuna; la raíz es más profunda: desigualdad, abandono institucional y falta extrema de cobertura sanitaria.

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    Mientras la cobertura de vacunación en México ha caído en años recientes —por debajo del 95% necesario para inmunidad colectiva e incluso hasta niveles cercanos al 76% en algunos registros nacionales, las comunidades más marginadas quedan expuestas.
    La Sierra Tarahumara suma alrededor de 600 casos y registra una letalidad mayor que el promedio estatal.
    No porque “no crean en las vacunas”, sino porque la vacuna no siempre llega a tiempo, o no llega en absoluto.

    Aquí está el punto neurálgico:
    cuando la cobertura falla, la cultura se vuelve excusa.
    Cuando no hay personal, territorio ni estrategia, se culpa a la tradición.

    Sí, existen resistencias culturales. Pero convertirlas en explicación total es un acto de pereza política.
    Las muertes no ocurrieron donde se grita más fuerte la objeción; ocurrieron donde el Estado habla menos idiomas, camina menos distancia, escucha menos voces.

    No es casual que la mayoría de las defunciones sean rarámuri.
    Es consecuencia.
    Es la señal más clara de la deuda histórica con los pueblos originarios: un Estado que presume respeto a los usos y costumbres, pero deja que ese respeto se convierta en omisión.
    El respeto cultural no puede ser el pretexto para negar el derecho a la salud.
    Ni para dejar que un menor muera de una enfermedad prevenible.

    Las brigadas casa por casa en municipios como Urique, Uruachi, Chínipas, Nonoava y Moris llegaron tarde.
    Son necesarias, sí, pero responden a la emergencia; no a la prevención.
    La salud pública en la Sierra sigue siendo intermitente, reactiva, fragmentada.
    Y esa intermitencia mata.

    Nadie debería decidir por un niño si recibe o no la vacuna cuando la consecuencia es la muerte.
    La autonomía cultural termina donde empieza la vida humana.
    Y el Estado debe ser el garante de esa línea.

    No basta con lanzar campañas desde oficinas urbanas; se necesitan estrategias culturalmente pertinentes —en lengua rarámuri, con mediadores comunitarios, con presencia permanente— para reconstruir confianza.
    Vacunar no es sólo aplicar una dosis:
    es dialogar, escuchar, regresar.

    Las cifras estatales muestran una letalidad global cercana al 0.35%, pero esa cifra no captura la tragedia oculta: la letalidad localizada en los pueblos indígenas es significativamente mayor.
    Cuando la probabilidad de morir depende del lugar donde naciste, de tu lengua o tu origen, ya no hablamos de salud pública:
    hablamos de desigualdad estructural.

    El brote de sarampión en Chihuahua no es sólo un problema epidemiológico.
    Es un espejo político.
    Nos obliga a mirar las zonas donde el Estado mexicano es apenas un rumor.

    Hoy, quienes pagan el costo son los niños rarámuri.
    Niños cuyos padres quizá nunca tuvieron una clínica cerca, una brigada constante, un médico presente.
    Niños que no eligieron morir.

    La pregunta entonces no es si debemos respetar los usos y costumbres.
    La pregunta es por qué permitimos que el respeto cultural se convierta en coartada para la negligencia.
    Por qué, cuando la vida de los pueblos originarios está en juego, el Estado llega tarde… o no llega.

    La política sanitaria no se mide en hospitales urbanos, sino en las montañas donde nadie escucha cuando un niño enferma.
    Ahí es donde se mide el valor real del derecho a la salud.

    Chihuahua debe ser un punto de quiebre.
    No basta lamentar.
    No basta explicar.
    Es momento de construir sistemas permanentes, culturalmente adecuados, que garanticen vacunación, nutrición y atención primaria en todas las comunidades —no solo cuando el virus estalla.

    La verdad sobre el brote de sarampión es clara:
    no murió quien decidió no vacunarse; murió quien nunca tuvo la opción.

    Y eso, más que un problema cultural,
    es una injusticia política.

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    Nora Sevilla

    Comunicadora y periodista experimentada, actualmente Jefa de Comunicación en Cd. Juárez del Instituto Estatal Electoral y Tesorera en la Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez. Experta en marketing político y estrategias de relaciones públicas, con sólida carrera en medios de comunicación.

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