México atraviesa uno de los momentos más delicados de su historia reciente y, sin embargo, el sector que debería fungir como contrapeso real —el empresariado— decidió hacerse a un lado. No por falta de recursos, sino por falta de carácter colectivo.
El poder económico está fragmentado, cómodo y dividido. Los grandes empresarios juegan su propio ajedrez; los medianos y pequeños sobreviven atrapados en la operación diaria, sin representación efectiva y sin voz en las decisiones que definen su futuro. Entre unos y otros, las cámaras y asociaciones empresariales dejaron de pesar; dejaron de incomodar,dejaron de proponer.
No entendimos —o no quisimos entender— que ser empresario no es solo generar utilidades. También es asumir una responsabilidad con el país. Hoy conviven dos tipos de empresarios: los que aún se preocupan por México y los que solo se preocupan por su interés inmediato; estos últimos son mayoría silenciosa.
La historia nos ha dado ejemplos claros. Venezuela no colapsó de un día para otro, colapsó cuando su élite económica decidió proteger su capital antes que defender su entorno institucional. Sacaron inversiones, huyeron y dejaron el vacío, fue legal, fue racional; pero fue el punto final de cualquier compromiso con su nación. México todavía está a tiempo de no repetir ese camino.
En ese contexto aparece el Consejo para la Promoción de las Inversiones, integrado —otra vez— por los mismos empresarios del poder económico. La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿promoción de qué y para quién? ¿Cómo se atrae inversión en un país con incertidumbre jurídica, reglas fiscales cambiantes y sin una visión clara de desarrollo a mediano y largo plazo?
México puede ser atractivo para hacer negocios de corto plazo. No es atractivo para invertir, no cuando el sistema judicial dejó de ser un espacio de defensa y se convirtió en un riesgo adicional, no cuando el mensaje para el inversionista es que las reglas pueden cambiar sin aviso.
El plan de trabajo de este consejo es desconocido. Lo que sí se conoce es la conversación privada entre empresarios con capacidad económica: están trasladando operaciones al lado americano. No por ideología ni por falta de patriotismo, sino por miedo, miedo fiscal, miedo judicial, miedo a no poder defenderse. Mientras tanto, al mismo contribuyente formal —el cautivo— se le sigue cargando la mano.
Este fenómeno no es nuevo. Ahí está el Consejo Mexicano de Negocios, activo desde los años sesenta. Ahí está el Consejo Coordinador Empresarial, con décadas de historia y una enorme influencia política. La pregunta es inevitable: ¿dónde están los resultados estructurales?
Organismos empresariales hay de sobra: CANACINTRA, COPARMEX, CONCANACO, CONCAMIN, CMIC, INDEX, CANIRAC, CANACAR, ANIERM, agentes aduanales, cámaras sectoriales de todo tipo, colegios de profesionistas, clústeres. México es campeón en crear organismos….fracasa en hacerlos trabajar juntos.
Cada uno tiene estatutos, objetivos y ejes estratégicos. En el papel, todo funciona. En la realidad, el entorno de negocios no mejora. Algo estamos haciendo mal, o peor: sabemos qué está mal y preferimos no tocarlo.
El problema se agrava cuando estos organismos se convierten en estructuras cerradas, con liderazgos eternos, desconectados de sus agremiados. No conocen a las empresas, no pisan fábricas, no escuchan al empresario que produce, exporta, paga impuestos y genera empleo. Participar desgasta, no se reconoce y rara vez se traduce en resultados. Por eso la afiliación cae y el escepticismo crece.
La pregunta que más se repite cuando se invita a una empresa a afiliarse es brutalmente honesta: ¿qué me vas a dar? Y la respuesta incómoda debería ser: ¿qué estás dispuesto a aportar? Pero el reclamo es legítimo: no hay innovación, no hay propuestas nuevas, solo eventos, fotos, glamour, ¨reunitis¨ y cero acuerdos vinculantes.
La salida de Francisco Cervantes del CCE y la llegada de José Medina Mora abre una oportunidad. Un perfil más técnico, más independiente y con menos intereses personales visibles. El reto es enorme: convertirse en interlocutor real de un gobierno que ya eligió a su propio grupo selecto de empresarios.
Este patrón se repite sexenio tras sexenio, cada presidente arma su club. No se escucha a todos. No se diseñan proyectos para todos. Mientras no existan ejercicios reales de planeación estratégica, mientras no se renueven liderazgos, mientras los dirigentes no inviertan recursos propios en proyectos de impacto comunitario, los organismos empresariales seguirán cumpliendo una sola función: validar decisiones políticas.
El país no necesita más organismos empresariales, necesita empresarios dispuestos a incomodar, a coordinarse y a asumir costos.
La pregunta no es si el empresariado tiene poder…. la pregunta es por qué decidió no usarlo.



