Los espacios diseñados para informar y acercarnos también se han convertido en escenarios de violencia, el uso masivo de internet tiene ventajas pero conlleva serios peligros cuando no hay ética ni principios. La violencia digital de género no es un accidente aislado: manifestación contemporánea de una misoginia vieja, amplificada por el anonimato, velocidad de las redes y manto de impunidad. Pulveriza reputaciones, intimidad y seguridad, dejando cicatrices que difícilmente se borran.
Mientras la tecnología corre a una velocidad vertiginosa, el Estado de derecho avanza a paso lento. Los mecanismos de protección llegan tarde; las personas agresoras actúan con impunidad desde una pantalla, y las víctimas cargan no solo con la exposición masiva, sino con la burocracia, el estigma y la revictimización al buscar justicia.
En este contexto, la lucha de Olimpia Coral Melo marcó un antes y un después. Su caso —la difusión no consentida de un video íntimo— visibilizó lo que permanecía en silencio. De su valentía nació la Ley Olimpia, que hoy tipifica la violencia digital y sanciona delitos y busca terminar con estigmas terribles como la mal llamada “pornovenganza”. Nos falta información y prevención.
En Chihuahua, reformamos el Código Penal, para abandonar el deshonroso último lugar en la penalidad del tipo la violencia digital; hubo hasta intentos de llamarlo de otra forma y desnaturalizarlo como “sexting”, revictimizando. Socializar masivamente plataformas como OlimpIA, herramienta de inteligencia digital, vía WhatsApp, es más que imprescindible, sobre todo por la calidad y sensibilidad que tiene.
La ley, aunque necesaria, es apenas el inicio. Un video íntimo filtrado, una imagen manipulada o datos personales expuestos dejan heridas en la reputación y dignidad muy graves. En internet, nada desaparece del todo. El derecho a la imagen propia y al honor, queda fragmentado como un espejo roto, cuyas esquirlas desafortunadamente son rescatadas aún con el paso del tiempo para causar daño. Se convierte por tanto, en una pena inhumana, trascendente y humillante.
Las personas presuntamente agresoras, pese a su aparente anonimato, también terminan expuestos, aunque muchas veces las sanciones lleguen tarde. Limitar la respuesta a la punición es insuficiente, que se extinga el tufo a manto de impunidad, porque entre qué, entre son peras o manzanas, ya causaron un daño irreversible, “la vergüenza tiene que cambiar de lado”, señaló acertadamente Gisele Pellicot, valiente francesa víctima de delitos sexuales.
La transformación requiere prevención y menos impunidad: educar sobre derechos humanos, consentimiento en el entorno digital. Verdaderamente concientizar los daños producidos, sobre todo en el ámbito psicológico dañando la autoestima, causar auto aislamiento y hasta intenciones suicidas. Tener una cámara en el celular y poder convertirnos en camarógrafos, no nos puede deshumanizar. Basta de estas conductas que a veces se realizan por irresponsabilidad y futilidad, otras más, por venganza o simplemente sentirse con el derecho de mancillar.
La violencia digital no se combate solo en los tribunales. Padres, madres, educadores y sociedad civil tenemos un papel insustituible. Debemos dejar claro que difundir contenido íntimo sin consentimiento no es una broma ni una travesura, sino un acto de violencia capaz de destruir vidas. Lo mismo el acoso, el grooming y la irresponsable lapidación digital. Debemos exigir a las plataformas digitales corresponsabilidad:, reaccionar rápido y proteger a las personas, somos más que usuarios, poseemos personas.
La tarea no es exclusiva del Estado; es un compromiso colectivo con la justicia, el respeto y la humanidad que merecemos en este nuevo mundo digital.
Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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