El teléfono celular se ha convertido en el primer filtro de nuestra relación con el mundo. Paradójicamente, la llamada brecha digital —el acceso desigual a dispositivos, conectividad y alfabetización tecnológica— no reduce la contaminación visual: la redistribuye. Quienes tienen acceso pleno viven saturados de estímulos; quienes no, habitan espacios físicos igualmente contaminados, pero sin las herramientas críticas para comprender o cuestionar ese exceso. El celular no nos protege del ruido visual: lo intensifica y lo normaliza.
Aprendimos a convivir con la saturación a través de la pantalla antes de notarla en la calle.
La contaminación visual ya no es solo publicidad excesiva. Es un sistema complejo compuesto por anuncios, pantallas LED, cables, señalética redundante, interfaces digitales saturadas, imágenes sin jerarquía, colores agresivos y flujos visuales ininterrumpidos. Vivimos rodeados de mensajes que no informan ni comunican: compiten. El problema no es la imagen, sino su acumulación sin sentido. El ojo humano no fue diseñado para procesar miles de estímulos simultáneos, pero la ciudad y lo digital parecen ignorarlo.
En México, basta caminar una avenida principal para entenderlo: espectaculares sobre espectaculares, lonas improvisadas, fachadas invadidas por anuncios, pantallas en movimiento, cableado aéreo caótico y grafitis sin contexto. El espacio público deja de ser común y se vuelve un tablero de disputa visual. La ciudad pierde legibilidad; orientarse se vuelve más difícil y el paisaje urbano se transforma en un collage permanente sin edición.
En lo virtual, la contaminación visual se manifiesta como scroll infinito, publicidad invasiva, imágenes sin pausa, videos breves que se suceden sin dejar huella. No hay silencio visual.
Todo está diseñado para captar atención, no para generar comprensión. Aquí el espacio no se satura: se satura la mente. La atención se convierte en el nuevo territorio colonizado.
La contaminación visual la promueven intereses económicos, marcas, plataformas digitales, partidos políticos y, muchas veces, la informalidad tolerada. También la promovemos nosotros cuando compartimos, reproducimos y validamos imágenes sin reflexión. No hay un solo responsable: es un sistema donde el exceso se premia y la contención no genera ganancias.
En México existe el cobro de impuestos y permisos por publicidad exterior. El problema no es su inexistencia, sino su aplicación irregular. Muchos anuncios operan en zonas grises o ilegales, mientras que el ingreso fiscal no se traduce en mejoras visibles del entorno urbano. Se recauda, pero no se reordena el paisaje. El impuesto no regula el ruido visual; lo legitima.
Diversos estudios señalan que la sobreestimulación constante afecta la concentración, la memoria y la toma de decisiones. No es exagerado hablar de un desgaste cognitivo colectivo. La atención fragmentada se vuelve norma, la lectura profunda se dificulta y el pensamiento crítico se debilita. Vemos todo, pero procesamos poco. El exceso de imágenes produce cansancio mental y desensibilización.
La saturación visual interfiere con la lectura de señales de tránsito, distrae a conductores y peatones, y dificulta la orientación espacial. Pantallas, anuncios y mensajes compiten con información vital. En una ciudad ya caótica, la contaminación visual se convierte en un factor de riesgo cotidiano.
La contaminación visual es una forma de caos organizado. Nada está ahí por azar, pero el conjunto carece de orden perceptivo. El resultado es un entorno que abruma, confunde y agota. El caos visual se traduce en estrés urbano y pérdida de calidad de vida.
Existen regulaciones, programas de reordenamiento y discursos sobre “imagen urbana”, pero suelen ser fragmentarios, inconsistentes o reactivos. Se actúa por zonas, por coyunturas o por presión política, no como política pública integral. Mientras no se entienda que la contaminación visual es un problema de salud, movilidad, cultura y derecho al espacio público, cualquier solución será superficial.
La contaminación visual no es solo un problema estético: es un síntoma de cómo entendemos el progreso, la comunicación y el valor de la atención humana. En México hemos aprendido a vivir entre el ruido visual sin cuestionarlo. Tal vez el primer paso no sea eliminar imágenes, sino recuperar el derecho a mirar con sentido.
Recuperar el derecho a mirar con sentido implica dejar de aceptar la saturación visual como algo normal. Significa exigir entornos, físicos y digitales, donde las imágenes informen, orienten y comuniquen, en lugar de agotar la atención. No se trata de eliminar imágenes, sino de devolverles valor, jerarquía y significado, para que la mirada deje de estar sometida al ruido constante y pueda volver a ser una experiencia crítica y consciente.
Recuperar el derecho a mirar con sentido eleva directamente el nivel de vida, porque mejora la relación cotidiana con el entorno. Un paisaje visual ordenado reduce el estrés, favorece la concentración, facilita la movilidad y fortalece el sentido de pertenencia.
Cuando el espacio deja de agredir a la mirada, se vuelve habitable. La calidad de vida no solo depende de ingresos o servicios, también de la calidad perceptiva del mundo que vemos todos los días.

Elias Ascencio
Diseñador gráfico, fotógrafo y docente con más de 30 años de trayectoria artística y educativa. Maestro en Administración Pública y doctorante en Semiótica, ha trabajado en Metro CDMX y marcas nacionales. Líder filantrópico y promotor cultural en México.


