Durante décadas, el laicismo fue la muralla que protegía a los ciudadanos de la injerencia religiosa en los asuntos públicos. Hoy, esa muralla se erosiona no sólo por el clero, sino por un nuevo poder igual de dogmático, el de las ideologías identitarias.
El Estado laico no es antirreligioso, sino neutral. En el laicismo cabemos todos. No debe imponer valores religiosos ni ideologías políticas o sexuales. Sin embargo, en México, asistimos a un fenómeno preocupante: el gobierno federal ha adoptado una narrativa oficial que privilegia ciertos grupos (particularmente mujeres y comunidades LGBT+) como sujetos preferentes, no de derechos, sino de trato institucional especial. La ley debería ser igual para todos, pero se ha convertido en una vitrina de excepciones. En donde absurdamente se incluye a los animales.
Esta no es una crítica a la inclusión, sino a su instrumentalización. Lo que comenzó como una reivindicación legítima de derechos ha derivado en políticas públicas desequilibradas, cuotas obligatorias, lenguaje forzado y un nuevo tipo de adoctrinamiento, especialmente en el sistema educativo. Se sustituyó el catecismo por manuales de género, sin debate ni pluralismo.
La educación pública, lejos de promover pensamiento crítico, transmite ahora una visión única sobre sexualidad, identidad o política. Así como antes se temía que el púlpito dictara la ley, hoy debemos preocuparnos de que el Estado reemplace su neutralidad por militancia.
El laicismo no solo exige la separación Iglesia – Estado, sino también ideología – Estado. La libertad no puede florecer si el poder toma partido. La verdadera igualdad se construye sin privilegios ni excepciones y con un Estado que garantice los mismos derechos, obligaciones y oportunidades para todos, sin moralizar ni predicar.
Defender el laicismo hoy es resistir cualquier forma de imposición. Ni sotana ni consigna.

Fernando Schütte Elguero
Empresario inmobiliario, maestro, escritor, y activista en seguridad pública. Destacado en desarrollo de infraestructura y literatura.
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