Para millones de mexicanos, el 12 de diciembre no es una fecha cualquiera. Es un día profundamente espiritual, en el que hombres y mujeres de fe acudimos a los templos no por costumbre ni por folclor, sino por amor a la Virgen de Guadalupe, Madre de Dios y Madre de México. Vamos con fe, esperanza y caridad; con el deseo sincero de fortalecer nuestra vida interior y renovar nuestra relación con Dios.
Quienes asistimos a la iglesia para escuchar la Palabra de Dios lo hacemos con una disposición clara: aprender, reflexionar y dejarnos interpelar por el Evangelio. Acudimos a escuchar la explicación de las Sagradas Escrituras de parte de sacerdotes y pastores que, por su preparación y vocación, han sido llamados a servir a Dios y a orientar espiritualmente a la comunidad. La predicación no es un acto de poder, sino de servicio; no es imposición, sino acompañamiento.
Los templos y las iglesias son considerados, con razón, la “Casa de Dios”. Son espacios sagrados donde buscamos orar en libertad, descargar nuestras culpas ante Dios, encontrar consuelo, discernir quiénes somos y quiénes debemos ser conforme a los mandamientos de la Ley de Dios. No son espacios para la propaganda política, ni tribunas para influir en la conciencia de los fieles a favor o en contra de partidos, gobiernos o ideologías.
Cuando un ministro de culto utiliza su investidura espiritual para promover posturas políticas, se rompe una frontera esencial. No solo se vulnera la libertad de conciencia de los feligreses, sino que se desvirtúa el sentido mismo del ministerio. Ningún servidor de Dios está autorizado a manipular la fe para fines ajenos al Evangelio. Y cuando esto ocurre, las consecuencias son claras: los templos se vacían, no por falta de fe, sino por falta de respeto al espíritu con el que muchos acudimos a ellos.
También es lamentable que, en nuestra cultura actual, se trivialice el tiempo litúrgico y espiritual bajo expresiones como “Guadalupe-Reyes”, muchas veces cargadas de sarcasmo o excesos. La fe no se burla, no se degrada ni se reduce a un pretexto para el desorden. La devoción guadalupana es un llamado a la conversión, a la dignidad humana y a la reconciliación entre mexicanos.
En este contexto, vale la pena preguntarnos si los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, entregados a Moisés, siguen siendo aplicables hoy. La respuesta es clara: sí. No solo desde una perspectiva religiosa, sino incluso desde una lógica ética y jurídica. “No matarás”, “no robarás”, “no darás falso testimonio”, “honrarás a tu padre y a tu madre” son principios que coinciden con las bases de cualquier sistema normativo moderno. Nuestra legislación civil no es ajena a estos valores; al contrario, los refleja y los protege.
Y por encima de todo, Jesucristo nos dejó un mandamiento que resume y eleva toda la Ley: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Este mandato no divide, no polariza, no excluye. Nos llama a la fraternidad, al respeto mutuo y a la responsabilidad personal y social.
Hoy, al celebrar a la Virgen de Guadalupe, es momento de volver a lo esencial: una fe vivida con coherencia, templos respetados como espacios sagrados, ministros fieles a su misión y creyentes comprometidos con el amor al prójimo. México necesita menos confrontación y más espíritu; menos uso político de lo sagrado y más testimonio auténtico de fe.
Que la Virgen de Guadalupe nos ayude a reencontrarnos como hermanos, a sanar nuestras heridas y a caminar juntos, con respeto, verdad y esperanza.

Héctor Molinar Apodaca
Abogado especialista en Gestión de Conflictos y Mediación.
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