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    diciembre 2, 2025 | 7:38

    La Censura Invisible: el nuevo autoritarismo que no parece, pero sí es

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    Durante décadas, controlar la narrativa pública era sencillo para cualquier gobierno: bastaba con dominar la televisión, comprar a los periódicos y silenciar una que otra emisora de radio. El disenso se apagaba con un zape directo al canal o con el encarcelamiento de un periodista incómodo. Era brutal, visible y burdo. Hoy, en cambio, el control de la información se ha vuelto más sofisticado, más silencioso y —por lo mismo— mucho más peligroso.

    El truco está en la ilusión de libertad. Ahora hay más medios que nunca, pero ¿cuántos realmente desafían el discurso oficial? Las redes sociales prometieron democratizar la información, pero se convirtieron en el arma perfecta para los gobiernos astutos. No prohíben tu cuenta, simplemente hacen que tus publicaciones desaparezcan en el limbo de los algoritmos. No censuran noticias, pero inundan el timeline con “noticias patrióticas” producidas en granjas de contenido del erario.

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    Miremos los hechos: en 2024, México ocupa el lugar 127 de 180 en el Índice de Libertad de Prensa de Reporteros Sin Fronteras. Y peor aún, el 80% de los medios dependen de publicidad oficial, según Artículo 19, lo que probablemente los convierte en megáfonos del poder. No es que hayan cerrado medios masivamente, es que al parecer han creado un ecosistema donde sobrevivir fuera del guion oficial es imposible.

    Porque hoy el truco no es silenciar voces críticas. El truco es ahogarlas en un mar de ruido. Bots, campañas de desprestigio, algoritmos amañados, plataformas “independientes” que repiten como eco las narrativas oficiales. Es la ilusión de pluralidad: parece que hay muchas voces, pero en realidad todas suenan igual.

    La lógica del nuevo autoritarismo no es prohibir lo que no les gusta, sino invisibilizarlo. Lo incómodo se entierra bajo toneladas de contenido irrelevante, memes a modo, y temas “tendencia” que parecen espontáneos, pero no lo son. Así, mientras ocurre una crisis, una reforma, un abuso, lo que inunda la conversación es cualquier otra cosa: la polémica del día, el chisme, el distractor perfecto.

    Y no es casual. Muchos gobiernos ya entendieron que el verdadero poder no está solo en controlar lo que se dice, sino en decidir y dictar de lo qué se va a hablar. Y para eso, los algoritmos son sus aliados más eficientes. No porque las plataformas estén conspirando —aunque a veces también— sino porque su lógica de funcionamiento termina sirviendo al poder: priorizan lo viral, lo rentable, lo simple. Y la verdad rara vez cumple con esas condiciones.

    Pero el golpe maestro es más sutil: la normalización de la mentira. Cuando cada día trae un nuevo escándalo fabricado para distraer, cuando las redes hierven con fake news producidas por cuentas oficiales disfrazadas, cuando hasta los memes son propaganda, la ciudadanía termina exhausta. La verdad se convierte en un lujo que pocos pueden permitirse el tiempo de buscar.

    En países de todo tipo —democracias en crisis, autoritarismos consolidados, regímenes híbridos— se ha vuelto común ver iniciativas de “regulación digital” que, en el fondo, son mecanismos de censura elegante. No se cierran medios, se les “revocan licencias”; no se arrestan periodistas, se les investiga por “traición” o “difamación”; no se prohíben contenidos, se les etiqueta como “noticias falsas” bajo criterios dudosos. La mordaza, se volvió ley.

    En paralelo, se construyen ecosistemas mediáticos leales al poder: páginas supuestamente independientes, noticieros con estética joven, influencers de discurso uniforme. Y si un medio incómodo no puede ser comprado, se le ahoga financieramente, se le acosa judicialmente, se le desacredita en redes.

    Uno de los mecanismos más eficaces del nuevo autoritarismo no es el castigo explícito, sino la amenaza difusa. No necesitas meter a todos los periodistas a la cárcel: basta con castigar a uno, con estridencia, para que los demás aprendan la lección. El mensaje se esparce solo. Y entonces comienza el silencio voluntario. O peor: el silencio preventivo.

    Esa es la censura más efectiva. La que se instala como prudencia. La que convierte a los creadores de contenido, editores, tuiteros y ciudadanos en sus propios censores. Nadie te prohíbe decir algo, pero tú mismo decides no decirlo. Porque sabes lo que puede venir. Y eso, en una sociedad democrática, es una señal grave de retroceso.

    Lo primero que debemos entender es que tener acceso a internet no es sinónimo de libertad de expresión.

    Si queremos recuperar la verdad, hay que jugar más listos que los censores. Primero, exigir transparencia a las plataformas: que publiquen cómo funcionan sus algoritmos y cuánto dinero reciben de campañas oficiales. Segundo, apoyar medios independientes con suscripciones o donaciones; en México, solo el 10% de los medios sobreviven sin publicidad gubernamental, y esos son los posiblemente valen la pena. Tercero, educarnos en pensamiento crítico: no creas todo lo que ves en X o TikTok, verifica fuentes y no te dejes llevar por el meme más pegajoso. Cuarto, hacer ruido: comparte, denuncia y apoya a los periodistas que se la juegan, porque cada voz que se calla es una victoria para el poder. Y quinto, presionar por leyes que protejan la libertad de expresión sin pretextos de “seguridad nacional”. La censura moderna no se combate con lamentos, sino con acción.

    El periodista ruso Dmitri Muratov, premio Nobel, lo advirtió: “Primero te quitan las palabras, luego te quitan todo lo demás”. México aún está a tiempo de elegir si repite ese camino o construye uno donde la libertad de expresión sea algo más que un eslogan en los discursos oficiales. Porque cuando la censura se viste de democracia, hasta el silencio parece progreso.

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    César Calandrelly

    Comunicólogo / Analista Político

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