Hubo un tiempo en el que los chistes sobre personas con discapacidad eran moneda corriente.
Luego vinieron los chistes sobre los gallegos, sobre los indígenas, sobre los homosexuales, sobre las mujeres.
Y uno a uno, esos blancos fueron reconocidos como lo que eran: expresiones de violencia simbólica, basadas en estereotipos que, con humor de por medio, normalizaban la burla y la exclusión.
Hoy, esos discursos ya no son tolerables —ni deberían serlo—. Y sin embargo, uno persiste sin resistencia:
reírse del hombre.
Del padre.
Del varón heterosexual.
Del proveedor.
Del que “no debe quejarse”.
Del que “si se ofende, tiene masculinidad frágil”.
Nos reímos de su torpeza emocional.
Nos burlamos de sus lágrimas.
Lo ridiculizamos si cambia pañales, si hace el ridículo por amor, si no puede mantener.
Le llamamos “joto” si muestra ternura.
“Mandilón” si se involucra con sus hijos.
“Mal padre” si trabaja mucho.
“Violento” si exige su derecho a convivir.
El humor es el espejo de la cultura. Y hoy ese espejo nos grita algo espantoso:
el hombre se ha convertido en el nuevo gallego de esta generación.
El blanco fácil.
El que no puede defenderse sin ser acusado de débil.
El que no puede quejarse sin ser tachado de agresivo.
El que si habla, es machista; y si calla, es cómplice.
¿Y qué pasa cuando ese discurso se normaliza?
Lo que pasa es esto:
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Un hombre separado pierde el vínculo con sus hijos porque un meme dice que “los hombres no crían, solo embarazan”.
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Una denuncia falsa no se cuestiona, porque “seguro algo hizo”.
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Un homicidio masculino (androcidio) se ignora, porque “seguro algo debía”.
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Una agresión física por parte de su pareja no es atendida, porque “seguro se lo merecía”, o porque “eso no es creíble, siendo corpulento”.
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Un suicidio masculino se ignora, porque “ellos aguantan más”.
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Una exclusión del relato de víctima se justifica, porque “ellos ya han tenido suficiente privilegio”, “las mujeres sufrimos históricamente”, como si el dolor se heredara por género y los derechos humanos tuvieran saldo pendiente.
Y así, el humor, el chiste, el meme, la burla sistemática al varón —que parece inofensiva— se convierte en la antesala de una violencia estructural, en la justificación pública de lo injustificable:
la negligencia institucional, el desprecio judicial, la exclusión emocional.
El hombre no se defiende porque no puede
Porque si lo hace, es acusado de tener “masculinidad frágil”.
Porque su rol social es aguantar.
Porque lo educaron para no quejarse.
Porque si se queja, pierde.
Porque si levanta la voz, lo silencian.
Porque si se defiende, se convierte en agresor.
No se trata de llorar por un meme, es verdad.
Pero los memes revelan el relato dominante, el imaginario colectivo.
Y hoy ese relato dice, en tono burlón y supuestamente progresista, que el hombre no sufre, no vale, no importa.
Y esa narrativa no solo es falsa, es letal.
Basta de reírnos del hombre por ser hombre.
Basta de normalizar la violencia hacia él solo porque no tiene permiso para ofenderse.
Basta de hacer del varón el chivo expiatorio de todos los males del pasado.
El humor, cuando deshumaniza, ya no es humor. Es complicidad.
Y sí: nos toca hablar fuerte, porque ellos no pueden.
Y si no lo hacemos ahora, luego ya no habrá nadie que quiera escucharlos.

Don Q. Chillito
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