El Día de Muertos es una de las celebraciones más emblemáticas de México, reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2008. Aunque parece una tradición ancestral y continua, su historia real está llena de vacíos y reinterpretaciones. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) explica que sus raíces provienen de los rituales funerarios de pueblos prehispánicos —mexicas, purépechas y mayas— que honraban a sus difuntos con ofrendas de alimentos y flores. Sin embargo, la forma actual de esta festividad se consolidó a partir del sincretismo con el catolicismo colonial, que adaptó los antiguos ritos indígenas a las fechas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, el 1 y 2 de noviembre. Así nació una conmemoración híbrida donde tradición y religión se fundieron en un mismo gesto: celebrar la muerte como parte de la vida.
Frente a esto, Halloween tiene un origen distinto pero paralelo. Nació del antiguo festival celta de Samhain, celebrado en Irlanda y Escocia hace más de dos mil años. Según los historiadores Ronald Hutton y Miranda Green, los celtas creían que esa noche el velo entre el mundo de los vivos y los muertos se adelgazaba, permitiendo a los espíritus vagar por la tierra. Para protegerse, las personas encendían hogueras y usaban máscaras o disfraces. Con la llegada del cristianismo, la festividad se transformó en “All Hallows’ Eve” —la víspera del Día de Todos los Santos—, de donde proviene el nombre Halloween. Posteriormente, la inmigración europea llevó la tradición a América, donde se mezcló con costumbres locales y se convirtió en una celebración popular centrada en el disfraz, el dulce y el juego con el miedo.
Aunque ambas fiestas comparten fechas y temática, sus significados se oponen: el Día de Muertos busca invitar a las almas al hogar, mientras Halloween intenta espantarlas. En México, el camino de flores de cempasúchil guía a los difuntos hacia su altar, donde los esperan velas, comida y recuerdos. En cambio, en la tradición celta, las máscaras y los disfraces servían para confundir o alejar a los espíritus. Donde una celebra la memoria, la otra domestica el miedo y lo vuelve lúdico.
En las últimas décadas, el mundo ha presenciado un sincretismo contemporáneo entre ambas celebraciones. En México es común ver calaveras y altares junto a calabazas talladas y niños pidiendo dulces; mientras que en Estados Unidos y Europa la iconografía mexicana —como la Catrina de José Guadalupe Posada— ha sido adoptada como símbolo estético. El cine ha reforzado esta fusión: la película Spectre (2015), de la saga James Bond, presentó un desfile ficticio del Día de Muertos en Ciudad de México, lo que llevó al gobierno capitalino a organizar uno real en 2016. Desde entonces, los desfiles de Catrinas, Alebrijes y Calaveras se multiplicaron, integrando arte popular, turismo y espectáculo urbano.
Hoy, Halloween se celebra en más de 20 países, incluyendo Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Irlanda, España, Filipinas y Japón. El Día de Muertos, aunque más localizado, se conmemora en México y en varios países latinoamericanos como Guatemala, Ecuador, Bolivia, Perú y Nicaragua, además de comunidades mexicanas en Estados Unidos y Europa. En conjunto, más de 25 naciones festejan, de una u otra forma, el vínculo entre vivos y muertos.
El impacto económico de estas festividades es considerable. Según la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (Concanaco Servytur), el Día de Muertos generará en 2025 más de 49.5 mil millones de pesos en México. Sectores como el turismo, la floricultura, la panadería, la venta de disfraces y la artesanía experimentan un fuerte auge. En la Ciudad de México, la derrama económica de 2023 superó los 11 mil millones de pesos. Halloween, por su parte, mueve cifras similares en Estados Unidos, donde la Federación Nacional de Minoristas reporta gastos superiores a 12 mil millones de dólares en disfraces, dulces y decoración.
Sin embargo, detrás de las cifras se esconden retos culturales y éticos. La masificación turística puede vaciar de sentido lo ritual y reducir el símbolo a espectáculo. La comercialización encarece productos como la flor de cempasúchil o el pan de muerto, concentrando ganancias en grandes cadenas y no en los artesanos. Además, el exceso de residuos y contaminación visual plantea un desafío ambiental creciente.
Celebrar a los muertos debería recordarnos, sobre todo, la importancia de mantener viva la memoria, no sólo la economía. El verdadero reto está en equilibrar tradición y modernidad, ritual y turismo, respeto y creatividad. Porque una festividad que olvida su origen corre el riesgo de convertirse —como en el temor celta original— en un disfraz vacío frente a los fantasmas del olvido.
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Elias Ascencio
Diseñador gráfico, fotógrafo y docente con más de 30 años de trayectoria artística y educativa. Maestro en Administración Pública y doctorante en Semiótica, ha trabajado en Metro CDMX y marcas nacionales. Líder filantrópico y promotor cultural en México.


