Hablar de educación en México es hablar de esperanza, de futuro y también de los desafíos que arrastramos desde hace décadas. He seguido de cerca los intentos de cada administración por transformar el sistema educativo, y aunque las reformas se anuncian con entusiasmo, en la práctica persiste una distancia evidente entre las intenciones del discurso y la realidad del aula.
A lo largo de los años, he tenido la oportunidad de conversar con muchos maestros. En distintas escuelas y contextos, he encontrado una constante que duele: cada vez es más común ver a docentes estresados, no por el conocimiento de sus alumnos, sino por la presión de cumplir con programas, calendarios y reportes. Enseñan con prisa porque el sistema los obliga a correr.
No es falta de vocación; es agotamiento. Los maestros llegan a las aulas cargando el peso de la burocracia: llenar formatos, entregar evidencias, planear bajo lineamientos que cambian cada ciclo. En medio de ese ritmo, el tiempo para mirar a los alumnos, escuchar sus dudas o atender su ritmo de aprendizaje se vuelve escaso. Y eso esa falta de tiempo humano termina por desgastar lo más valioso que tiene la enseñanza: el vínculo entre quien enseña y quien aprende.
He visto a maestras que se quedan horas extras preparando materiales, a maestros que usan su propio dinero para imprimir guías o decorar un salón que inspire. Son ellos quienes, pese a todo, sostienen la escuela pública desde su vocación. Pero también he escuchado su frustración. Dicen que cada reforma promete mejorar la educación, pero pocas veces los escuchan antes de diseñarla.
Por eso, creo firmemente que México necesita abrir canales de comunicación reales entre el magisterio y las autoridades educativas. Las decisiones deben construirse desde las aulas, con la voz de quienes están ahí todos los días. No hay reforma posible si el maestro no tiene espacio para opinar, ni presupuesto que alcance si no se invierte en su formación, capacitación e incentivos.
En la presentación del presupuesto ante el Congreso de la Unión, resulta indispensable un aumento sustancial en el rubro educativo. Las reformas sin recursos no son viables. No se puede exigir calidad sin dar herramientas, ni pedir innovación sin brindar condiciones dignas.
Cuando miro ejemplos internacionales, como Finlandia o Corea del Sur, encuentro una lección clara: los sistemas exitosos se construyen sobre la confianza en sus maestros. Allá, enseñar no es correr contra el reloj, sino caminar al ritmo del alumno. Se invierte en su formación, se respeta su criterio y se les da tiempo para pensar, planear y acompañar.
Nuestro país necesita esa visión de largo plazo. La educación básica no puede seguir siendo un campo de ensayo sexenal. Debe consolidarse como una política de Estado que garantice estabilidad, autonomía y reconocimiento para quienes día a día construyen el futuro desde un salón de clases.
Lo he comprobado muchas veces: cuando el maestro enseña con prisa, el aprendizaje se fragmenta. Pero cuando enseña con libertad, con tiempo y con sentido, la escuela se transforma en un espacio de descubrimiento y esperanza.
México tiene una deuda con sus maestros: devolverles la tranquilidad, la confianza y el tiempo para enseñar. Porque ellos no solo forman alumnos, forman ciudadanos. Y solo cuando el maestro pueda volver a enseñar sin prisa, con el corazón abierto y la mente libre, podremos decir que realmente estamos educando para el futuro.

Nora Sevilla
Comunicadora y periodista experimentada, actualmente Jefa de Comunicación en Cd. Juárez del Instituto Estatal Electoral y Tesorera en la Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez. Experta en marketing político y estrategias de relaciones públicas, con sólida carrera en medios de comunicación.


