Mientras la violencia cotidiana sigue desbordada y las fiscalías se hunden en la ineficacia, el gobierno de Sheinbaum prioriza la agenda de Trump y actúa con dureza solo donde conviene a Estados Unidos.
En México, las prioridades del poder suelen escribirse con tinta invisible para el ciudadano común, pero legible para los intereses externos. El gobierno de Claudia Sheinbaum ha dejado al descubierto este viejo principio con especial crudeza: mientras la lucha contra los cárteles se libra con decisión en los frentes que preocupan a Washington, la violencia que desangra día a día a los mexicanos permanece desatendida.
La actitud del gobierno federal ante las críticas internas revela también esta doble moral.
Esta semana, el expresidente Ernesto Zedillo lanzó una crítica frontal a la situación nacional, señalando, sin rodeos, la impunidad, la corrupción y el deterioro de las instituciones. La respuesta de la presidenta no fue política ni democrática: en cambio, apareció Pablo Gómez, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera, y se sugirió —de manera apenas velada— que la Fiscalía General de la República debería investigar a Zedillo.
En contraste, Donald Trump, quien ha rebasado los límites de la cortesía diplomática con insultos directos y humillantes hacia Sheinbaum, ha sido recibido con una actitud prudente, casi sumisa. No hay respuestas duras, ni desafíos políticos, ni reclamos por su discurso grosero y amenazante. La razón es simple: Trump encabeza un país que puede complicar (y mucho), la estabilidad del gobierno mexicano si decide usar a México como chivo expiatorio en su ruta a la reelección.
Por eso, no debe sorprender que el combate al crimen organizado haya cambiado de ritmo.
Desde el arranque del nuevo sexenio, el gobierno ha lanzado operativos enérgicos, desmantelado laboratorios, decomisado precursores y aumentado la presión sobre los cárteles. Todo, eso sí, en los puntos neurálgicos que afectan a la relación bilateral y al tráfico que impacta a los votantes norteamericanos.
Esa es la batalla que se libra con eficacia.
En cambio, la que afecta a los ciudadanos de a pie sigue sin librarse. Robos, extorsiones, homicidios locales, feminicidios, secuestros exprés y desapariciones forman parte de un paisaje cotidiano que no encuentra eco en Palacio Nacional. Las fiscalías estatales son, en gran parte del país, cuevas de ineficiencia y corrupción. El Ministerio Público carece de preparación, recursos y voluntad para ofrecer justicia. Las cárceles siguen siendo auténticas universidades del crimen, sin control ni rehabilitación real.
Esta asimetría en la política de seguridad es inaceptable. Se combate el crimen con eficiencia donde Estados Unidos presiona, pero se posterga donde afecta la vida diaria de los mexicanos. Sheinbaum parece tener dos prioridades claras: evitar que la furia de Trump convierta a México en tema electoral, y mantener a raya a los críticos internos que exhiben las carencias del gobierno.
La lucha contra los cárteles, entonces, se ha convertido en un asunto más de diplomacia que de justicia. Lo que Trump exige se atiende de inmediato; lo que los mexicanos padecen cada día queda relegado. En el fondo, esa es la gran tragedia de nuestra política de seguridad: se diseña más para agradar a Washington que para proteger a los ciudadanos.
México no puede permitirse una política de dos caras. La violencia interna no es menos urgente que el tráfico trasnacional. La impunidad en nuestras calles es tan destructiva como las redes que inundan de drogas a Estados Unidos. Si el gobierno quiere credibilidad y legitimidad, debe combatir con la misma energía a los enemigos externos e internos. Lo contrario es rendirse ante la presión internacional y abandonar a su suerte a millones de mexicanos.
Fernando Schütte Elguero
Empresario inmobiliario, maestro, escritor, y activista en seguridad pública. Destacado en desarrollo de infraestructura y literatura.
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