En el imaginario colectivo, la persona abogada “exitosa” suele presentarse como una especie de gladiador dispuesta a destruir al oponente para ganar un juicio. Pero en los tribunales familiares esa imagen no solo es equivocada: es peligrosa. Hoy, ante un sistema saturado y familias cada vez más complejas, necesitamos replantear qué significa litigar con estrategia.
Desde mi experiencia como abogada, sé que la verdadera inteligencia jurídica no consiste en pelearlo todo, sino en elegir qué batallas elegir y cuales evitar para proteger a quienes son el centro de cualquier decisión: las niñas, niños y adolescentes. El triunfo real se construye con acuerdos razonables para vivir una vida libre de violencia y en paz, no con sentencias obtenidas a sangre y fuego.
Para transitar de la cultura del conflicto, es indispensable anclarnos en tres principios humanistas, además del derecho a una vida libre de violencia:
El primero es el Interés Superior de la Niñez. No es una frase decorativa en las demandas: es un mandato constitucional que nos obliga a optimizar la protección de los menores. Uno de los errores más dolorosos en los litigios de divorcio o custodia es usar a los hijos como botín emocional. Cuando un juicio se prolonga por el orgullo de los padres o la falta de guía de sus abogados, la infancia se convierte en la primera víctima. La familia, en momentos de ruptura, es como una embarcación en tormenta: si los padres se disputan el timón, quienes se hunden primero son los más vulnerables. Un acuerdo razonable —aun imperfecto— es más saludable para la psique de un niño que años de enfrentamientos judiciales.
El segúndo principio es la Subsidiariedad Familiar. La familia es el primer espacio de formación emocional y social; el Estado solo debe intervenir cuando ese espacio está rebasado. La judicialización excesiva suele ser reflejo de la incapacidad de dialogar, y aquí el litigio estratégico exige devolverles a las personas la capacidad de decidir sobre su propia vida. Un convenio construido con perspectiva de género y equidad siempre será más sostenible que una sentencia impuesta. Lincoln lo advirtió con claridad: quien “gana” un litigio suele perder en honorarios, tiempo y vínculos afectivos. En derecho familiar, perder esos vínculos es perderlo todo.
El tercer principio es la Ética de la Responsabilidad. Las abogadas y los abogados no somos mercenarias del conflicto; somos parte del escenario de justicia. Existe una práctica dañina que promete guerras legales imposibles, alargando procesos y vaciando bolsillos. Litigar con perspectiva de derechos humanos, género e infancia exige honestidad: ceder en lo accesorio para preservar lo esencial — bienestar de los hijos— con una estrategia de amor y de madurez, no de debilidad.
Debemos dejar atrás la postura adversarial por defecto. El litigio familiar debe facilitar y mejorar vidas. Si no asumimos ese rol, seguiremos saturando los tribunales con expedientes que esconden dolores perpetuados.

Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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