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    diciembre 8, 2025 | 8:03

    El efecto celular: Pantallas y desigualdad

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    En los últimos años, se ha hecho evidente una nueva forma de desigualdad que no solo depende del ingreso, el territorio o la escolaridad, sino del tipo de relación que cada persona tiene con las tecnologías digitales. A este fenómeno podríamos llamarlo el efecto celular: una desigualdad que surge no solo del acceso al dispositivo, sino del modo en que este transforma —o limita— las capacidades cognitivas, la salud y las oportunidades de quienes lo usan. En México, donde más del 90% de los hogares ya cuenta con un teléfono inteligente, la desigualdad no está en tener o no tener un aparato, sino en qué se hace con él, quién enseña a usarlo y qué tipo de cultura tecnológica se produce alrededor.

    Durante la primera década del siglo XXI, hablar de brecha digital significaba hablar únicamente de acceso: quién tenía internet y quién no, quién tenía computadora y quién solo podía conectarse desde un café internet. La política pública se enfocó en llevar dispositivos y conectividad a zonas marginadas, bajo la premisa de que la simple disponibilidad de tecnología generaría inclusión. Esa visión, aunque necesaria en su momento, es hoy insuficiente. El acceso ya no garantiza movilidad social ni habilidades relevantes, y en muchos casos solo reproduce desigualdades existentes.

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    En la actualidad, la brecha digital se ha desplazado hacia la calidad del uso. No basta con tener una pantalla: hay que saber distinguir entre información y desinformación, desarrollar pensamiento crítico, utilizar herramientas creativas y no solo consumir contenidos, aprender a programar y no limitarse al scroll infinito. Las investigaciones recientes muestran que los sectores con mayor capital cultural usan las pantallas para aprender, producir y complementar su educación; los sectores más desfavorecidos, en cambio, las utilizan principalmente para entretenimiento pasivo. Ahí se abre una brecha silenciosa pero profunda.

    Si preguntamos directamente si cerrar la brecha digital ayuda, la respuesta debería ser “sí”, pero con una condición: solo ayuda cuando está acompañada de estrategias pedagógicas y de mediación crítica. Sin esta guía, el acceso masivo a dispositivos no necesariamente corrige desigualdades; en ciertos casos incluso las amplifica. El efecto celular aparece justo ahí: un dispositivo que podría ser una herramienta de movilidad termina convirtiéndose en un mecanismo de dependencia y estancamiento.

    A nivel de salud pública, las evidencias son claras: un mayor uso de pantallas se relaciona con incrementos en sedentarismo, trastornos del sueño y obesidad infantil. En México, donde más del 30% de los niños tiene sobrepeso u obesidad, el uso prolongado de celulares y tabletas se ha vuelto un factor de riesgo. Las escuelas reportan que los recreos se han transformado: menos juegos físicos, más tiempo frente al teléfono. La tecnología no es la causa exclusiva, pero sí un acelerador evidente.

    El exceso de estímulos digitales está asociado con disminución de la atención sostenida, menor capacidad de memoria de trabajo y dificultades para procesar información compleja. Estudios recientes advierten que el consumo pasivo —videos cortos, redes sociales, juegos repetitivos— afecta el desarrollo cognitivo en niños y adolescentes. En familias con menos recursos, donde el teléfono funciona como niñera digital, estos efectos son aún más severos. La brecha tecnológica se convierte así en una brecha cognitiva.

    La conclusión es sencilla: sin acompañamiento, educación digital y mediación crítica, las pantallas no ayudan. Lo que forma a un estudiante no es el celular en sí, sino el contexto pedagógico en el que lo usa. Sin orientación, la tecnología reemplaza la curiosidad por entretenimiento, la reflexión por inmediatez y el aprendizaje por distracción. La educación digital requiere adultos formados, políticas públicas claras y escuelas con lineamientos sólidos.

    La clase social determina cómo, cuánto y para qué se utilizan las pantallas. Las familias de mayor ingreso regulan el tiempo, promueven apps educativas y limitan redes sociales; las familias de menor ingreso, con menos tiempo y recursos, suelen delegar el uso del dispositivo al propio niño, lo que resulta en exposiciones más prolongadas y menos formativas. No se trata de estigmatizar, sino de reconocer que el capital cultural —no el celular— es lo que realmente marca la diferencia.

    En México, los programas sociales que entregan tabletas o apoyos para conectividad que parece han sido bienintencionados, pero insuficientes. Se regalan pantallas, pero no se construyen estrategias de alfabetización digital; se reparten dispositivos, pero no se establecen lineamientos pedagógicos; se presume inclusión, pero no se mide el impacto real del uso. Sin una política pública integral que garantice calidad, acompañamiento y formación docente, el efecto celular seguirá profundizando la desigualdad que pretende resolver.

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    Elias Ascencio

    Diseñador gráfico, fotógrafo y docente con más de 30 años de trayectoria artística y educativa. Maestro en Administración Pública y doctorante en Semiótica, ha trabajado en Metro CDMX y marcas nacionales. Líder filantrópico y promotor cultural en México.

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