Ayer escuché una frase que resume con precisión el dilema político de nuestro tiempo: la política puede decepcionar, pero participar sigue siendo indispensable. Y es cierto. La participación no solo legitima las instituciones; también revela el nivel de conciencia ciudadana frente al poder. Por eso, en el contexto actual, la discusión sobre la revocación de mandato y su coincidencia con las elecciones federales no es un asunto menor.
El debate ha cobrado fuerza en el Congreso y en los partidos, particularmente desde que la dirigencia de Morena propuso unificar la jornada de revocación con las elecciones presidenciales de 2027, argumentando ahorro y mayor participación. En el fondo, se trata de una jugada política de alto impacto: combinar un ejercicio de control ciudadano con una elección que define el rumbo del país.
La experiencia reciente permite hacer una lectura más fría. En la revocación de mandato de 2022, la participación apenas alcanzó el 17.7% del padrón nacional, muy lejos del 40% necesario para que el resultado fuera vinculante. En contraste, la elección presidencial de 2018 registró un 63.4% de participación, y en 2024 —aun con el desgaste del sistema electoral— votó más del 60%. Estos datos evidencian algo que los estrategas conocen bien: cuando se incluye al Ejecutivo en la boleta, el interés ciudadano se dispara.
Esa es precisamente la lógica detrás de la propuesta actual: que la gente acuda masivamente a las urnas. Desde una visión práctica, aumentar la participación siempre es positivo, porque fortalece la representatividad y disminuye el peso de los votos duros o clientelares. Sin embargo, el riesgo está en confundir participación con respaldo político. Una revocación empalmada con la elección presidencial podría diluir su esencia ciudadana y transformarse en un acto plebiscitario más que en una evaluación independiente del gobierno.
Los técnicos electorales advierten además que la coincidencia implicaría una complejidad logística inédita: dos conteos simultáneos, fiscalización diferenciada y mayor carga al Instituto Nacional Electoral, cuyo presupuesto ya fue reducido en casi un 30% en los últimos años. Aun así, la presión social por innovar en los mecanismos de participación está creciendo, y no puede ignorarse. México, con 98 millones de ciudadanos inscritos en la lista nominal, sigue oscilando entre la apatía intermedia y el entusiasmo coyuntural.
Si algo demuestra la historia electoral reciente, es que el voto no solo mide aprobación o rechazo, mide esperanza. Por eso, el efecto de unificar la revocación con la elección dependerá, en última instancia, de los actores políticos: de su capacidad para hacer del proceso una invitación a la reflexión .
Personalmente, creo que la coincidencia puede tener efectos positivos si se acompaña de reglas claras, campañas informativas neutrales y una vigilancia ciudadana efectiva. Más votantes significan más voces y más legitimidad. Pero si los actores usan el entusiasmo ciudadano para reforzar narrativas de poder, el resultado será una participación alta, sí, pero vaciada de sentido democrático.
La revocación debe ser una herramienta de responsabilidad pública. De cómo se maneje este equilibrio dependerá no solo el resultado de una elección, sino el pulso de nuestra democracia. Porque, al final, no hay decepción más grande que creer que participamos, cuando en realidad solo fuimos parte del espectáculo.
Y sobre todo, la responsabilidad final recae en cada ciudadano: en informarse, contrastar, participar y validar la democracia en la que vive conociendo el proceso.
Nora Sevilla
Comunicadora y periodista experimentada, actualmente Jefa de Comunicación en Cd. Juárez del Instituto Estatal Electoral y Tesorera en la Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez. Experta en marketing político y estrategias de relaciones públicas, con sólida carrera en medios de comunicación.
