Algo que no deja de llamarme la atención es la forma en que la Secretaría de Educación Pública (SEP) intenta “prevenir” al maestro ante preguntas de sus alumnos, como si existiera la posibilidad de que el docente no tenga respuesta. Esto me lleva a cuestionar: ¿por qué un maestro no sabría responder a lo que un estudiante le plantea?
En primera instancia, las preguntas del alumno suelen estar relacionadas con el tema de clase. Si se trata de un profesor con años de experiencia en determinada materia, lo lógico sería que conociera a profundidad el tema. Para eso existe una formación profesional. Además, el ejercicio de la enseñanza, como cualquier otra profesión, exige actualización y preparación constante. Ahora bien, si hay docentes que carecen de autoexigencia, entonces cabe preguntarse qué hacen frente a un grupo.
Otro aspecto que llama mi atención es la insistencia de la SEP en los Aprendizajes Basados en Proyectos como eje central de la enseñanza. Se busca generar multidisciplinariedad y dar sentido a los aprendizajes en el aula. Sin embargo, parece que el gobierno olvida que los estudiantes son seres humanos en formación, que están construyendo su personalidad. Es natural que no todos los alumnos conecten de manera inmediata lo que aprenden en clase con su vida cotidiana. La educación básica es formativa, no profesionalizante.
Los estudiantes tampoco están obligados a que les gusten todas las materias. La labor del maestro no consiste en forzar afinidades, sino en evitar que una asignatura les resulte desagradable. Lo contrario sería caer en un dogmatismo que contradice el espíritu de la educación.
En medio de este debate surge una duda que considero fundamental: ¿la educación nos hace mejores personas? Aquí se entrelazan dos confusiones. La primera, equiparar “educar” con transmitir valores, cuando se trata de conceptos distintos. La segunda, cuestionar la funcionalidad misma de la educación formal. En buena medida, esto obedece a que los burócratas de la educación no saben cómo enfrentar la influencia de las redes sociales en la vida de los jóvenes. Y es comprensible: un funcionario educativo rara vez entra a un salón de clases, no convive con los estudiantes, no los conoce.
Si tan solo se diera más voz a los maestros y se les tomara en cuenta en la toma de decisiones, la situación podría cambiar. Porque, en realidad, somos nosotros quienes conocemos a los alumnos. Es cierto que existe rebeldía, pero no es la misma de otras épocas. Hoy se expresa con otros lenguajes, en otros canales, en circunstancias ajenas a la experiencia de muchos adultos.
Nuestros estudiantes son generaciones habituadas a la inmediatez: consumen videos de un minuto y cualquier cosa más larga empieza a aburrirlos. Mientras tanto, en el aula, el tiempo se reduce cada vez más. No basta con impartir contenido: también debemos transmitir valores, habilidades para la vida y pautas de comportamiento.
El trabajo del maestro, además, está cargado de exigencias burocráticas. Se nos pide elaborar planeaciones detalladas con ejes articuladores, objetivos específicos y generales, aprendizajes esperados, secuencias por minutos, tareas y proyectos. Es decir, estamos llegando a extremos que evidencian una confusión sobre lo que significa, en esencia, el salón de clases. Y esta es la conclusión más clara: las autoridades educativas, en muchos casos, no saben lo que están haciendo.
En el fondo, la tensión que vive hoy la educación mexicana no es nueva. Durante el siglo XIX, el positivismo intentó ordenar la enseñanza bajo el lema de “saber para prever, prever para actuar”. La educación se concibió como una maquinaria precisa, donde cada pieza debía encajar en función de la utilidad práctica y del progreso material. Esa visión aún resuena en los actuales planes y programas, que parecen diseñados más para cumplir con esquemas burocráticos que para formar personas.
Frente a ello, José Vasconcelos propuso en el siglo XX un giro humanista: la educación debía ser el crisol de la cultura y la vía para integrar a la nación, no solo en lo técnico, sino también en lo espiritual y lo artístico. Con él, se defendió la idea de que enseñar es sembrar en el alma de los jóvenes, no limitarse a llenar formatos o a mecanizar contenidos.
Hoy, entre los resabios del positivismo y la ausencia de un verdadero proyecto humanista, nuestros maestros se encuentran atrapados. La historia nos recuerda que el aula no puede reducirse a estadísticas ni a ejes articuladores. El desafío está en recuperar el espíritu vasconceliano: concebir la educación como un acto de creación y trascendencia, donde se forme no solo al trabajador del futuro, sino al ser humano capaz de pensar, cuestionar y transformar su realidad.

Marduk Silva
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Profesor en Preparatoria Lobos de la Universidad de Durango Campus Juárez y en la Escuela Preparatoria Luis Urias.
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