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    diciembre 2, 2025 | 5:12

    De Pedrito al INE: la justicia en campaña

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    El 15 de septiembre de 2024 no solo se dio el grito en Palacio Nacional ni se comieron antojitos en las plazas. Ese día también se modificaron diversos artículos constitucionales que reestructuraron el Poder Judicial de la Federación. Dicho de otro modo: la justicia mexicana entró en campaña electoral.

    El problema es que nuestro Poder Judicial, históricamente, nunca fue cercano a la gente. Para el ciudadano promedio, un juzgado significaba problemas: un pleito familiar, una denuncia penal, un trámite que parecía laberinto. No era un espacio de confianza, sino un territorio que se visitaba pocas veces en la vida y casi siempre a la fuerza. Así se consolidó la idea de un poder distante, lleno de tecnicismos y ajeno a la realidad social.

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    La llegada de la Cuarta Transformación empujó ese diagnóstico hacia una conclusión: si la justicia no funcionaba, había que “democratizarla”. Pero lo que empezó como un debate sobre la Suprema Corte terminó convirtiéndose en una reforma que abarcó todo el sistema: se redujo el número de ministros de once a nueve, se estableció la elección popular de jueces, magistrados y ministros, y se permitió que cualquier ciudadano pudiera postularse con un tope de gasto austero.

    Sobre el papel, parecía una forma de acercar la justicia al pueblo. En la práctica, los resultados fueron mucho más caóticos. El INE, que nunca había organizado una elección judicial, tuvo que improvisar sobre la marcha. Sin presupuesto adicional, con miles de aspirantes y sin manual de operación, la elección terminó siendo más un concurso de popularidad que un ejercicio institucional.

    Un ejemplo ilustra mejor la dimensión: en Chihuahua se decidió renovar íntegramente el Poder Judicial local. Los votantes se encontraron con 1,962 candidatos en la boleta. Era más sencillo elegir platillo en un menú de restaurante chino que decidir entre semejante marea de nombres. El ciudadano salió de la casilla con la sensación de haber participado en una tómbola más que en un acto de justicia.

    Y mientras tanto, dentro de los tribunales, la historia de siempre seguía presente. Pedrito, el estudiante entusiasta que soñaba con ser juez, descubrió que sin “palancas” no podía entrar ni como pasante. Quienes accedían al sistema lo hacían muchas veces por recomendación, por parentesco o por amistad. No era un mito: el nepotismo y el amiguismo se habían vuelto el verdadero reglamento interno. Y aunque algunos de esos recomendados lograron convertirse en juristas capaces gracias a los años de práctica, el sistema estaba ya marcado por ese estigma.

    La reforma no repitió las viejas fórmulas; más bien rompió con ellas. Lo que antes era un filtro burocrático que premiaba el apellido correcto o la amistad adecuada, hoy se convirtió en un filtro ciudadano. En vez de depender del tío juez, muchos aspirantes deberán aprender a hablarle a la gente, convencer con ideas y someterse al escrutinio público.

    La pregunta ya no es si el pueblo entiende de justicia; la verdadera cuestión es si estamos listos para confiar en la sabiduría colectiva. Y la respuesta, aunque incómoda para algunos, es sí: México ha demostrado en las urnas que puede castigar abusos y reconocer liderazgos. ¿Por qué no trasladar esa fuerza democrática al terreno judicial?

    Porque la justicia también es un asunto político en su sentido más noble: lo que afecta a la polis, a la vida en común. Y si queremos que la toga deje de ser privilegio de unos cuantos, no hay mejor camino que abrirla al voto popular.

    Lejos de ser un riesgo, esta reforma puede convertirse en la medicina contra el nepotismo y el amiguismo que por años corroyeron al Poder Judicial. ¿Podrá haber errores? Claro. ¿Habrá aprendizaje? Sin duda. Pero la democracia siempre ha sido un ejercicio de prueba y corrección.

    Al final, la reforma no es el fin del mundo, sino el inicio de uno distinto: un Poder Judicial que tendrá que rendirle cuentas al pueblo y no solo a sus círculos internos. Quienes hoy se dicen inconformes siempre tendrán una salida digna: dejar la oficina, sudar la camiseta y gastar la suela en las calles, convenciendo al electorado de que merecen seguir en el cargo. Porque en esta nueva etapa la toga ya no se hereda ni se consigue por recomendación: se gana con votos.

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    Daniel Alberto Álvarez Calderón

    Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.

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