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    diciembre 4, 2025 | 19:59

    Gracias por todo… ahora quítese.

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    En Japón, los adultos mayores no son solo ciudadanos: son pilares. Se les consulta, se les escucha, se les honra. El término sensei no está reservado únicamente para quienes enseñan en un aula, sino para todo aquel cuya vida ha sido una escuela de décadas, un maestro de la experiencia. La edad allá no significa caducidad; significa autoridad moral.

    En México, la realidad es muy distinta, la discriminación por edad (lo que muchos llaman edadismo) crece silenciosa pero constante y lo más preocupante es que parece normalizada. Se asume que, después de cierta edad, la persona ya “no produce” o “ya no entiende las cosas de hoy”. Lo vemos en el trabajo, donde la preferencia por perfiles jóvenes deja fuera a profesionales con más de 30 años de experiencia. Lo vemos en la vida pública, donde la voz de los mayores raramente se incluye en debates comunitarios. Lo vemos en los hogares, donde a veces la opinión del abuelo es escuchada con cortesía… pero descartada en la práctica.

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    Los datos lo confirman: en 2018, el 43.2 % de las personas mayores de 65 años vivían en pobreza. En 2020, la cifra bajó, pero aún 37.9 % sigue en esa condición. La carencia de acceso a seguridad social pasó del 41 % en 2016 al 28.8 % en 2020, pero todavía significa que casi uno de cada tres adultos mayores no tiene respaldo médico ni económico suficiente.

    Apenas un 33 % de ellos recibe alguna pensión contributiva, y solo 35.9 % logra que esa pensión supere la línea de pobreza. El resto depende de ayudas gubernamentales, del apoyo de sus hijos o de seguir trabajando, aunque el cuerpo ya pida descanso.

    Aquí es donde debemos preguntarnos con honestidad: ¿Se está jubilando dignamente el adulto mayor en México?, ¿Le alcanza su pensión para cubrir sus necesidades?, ¿Los programas gubernamentales realmente resuelven, o solo administran la escasez?.

    La respuesta, aunque incómoda, es evidente para cualquiera que escuche las historias detrás de los números. Historias como la de Don Manuel, un maestro jubilado que, después de 40 años de servicio, recibe una pensión que apenas le alcanza para renta y medicinas o la de Doña Teresa, que a sus 72 años sigue vendiendo tamales en la esquina porque la pensión universal de 6 200 pesos bimestrales no cubre sus gastos básicos.

    El Gobierno ha hecho avances: la Pensión para el Bienestar de Personas Adultas Mayores, constitucionalizada a iniciativa de AMLO, llega a más de 12 millones de beneficiarios. Claudia Sheinbaum amplió el apoyo a mujeres de 60 a 64 años, con $3,000 pesosbimestrales. También existen programas como INAPAM y IMSS-Bienestar, que ofrecen talleres, descuentos y atención médica gratuita.

    Son esfuerzos importantes, pero insuficientes. El mayor de los esfuerzos debe de venir del cambio cultural de nuestra sociedad; de cómo vemos a los adultos mayores. La realidad es que la vejez digna no se resuelve solo con transferencias monetarias, se necesita acceso real a salud, espacios para la participación activa, políticas de empleo inclusivas, y, sobre todo, un cambio cultural.

    La dignidad no se legisla: se cultiva. Y empieza en casa. Empieza en cómo tratamos a nuestros padres y abuelos, en si les damos un lugar en la conversación, en si entendemos que su experiencia puede evitar que repitamos errores. Un país que desprecia la voz de sus mayores está condenado a tropezar en las mismas piedras, una y otra vez.

    En Japón, no es extraño ver a un hombre de 80 años trabajando como consejero en una empresa, o a una mujer de 75 liderando un taller comunitario. No lo hacen porque no tengan otra opción, sino porque la sociedad reconoce su valor. Aquí, en cambio, muchos adultos mayores trabajan por necesidad, no por elección.

    Somos aprendices de por vida, y ellos, nuestros mayores, son la biblioteca viva de la nación. No basta con brindarles un asiento en el autobús: hay que abrirles un espacio en el presente y en el futuro.

    Mientras no comprendamos que envejecer con dignidad es un derecho irrenunciable, seguiremos midiendo el progreso en pesos y no en humanidad. Y si de algo estoy seguro es que la manera en que tratamos a nuestros mayores es el espejo más honesto de lo que realmente somos como país.

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    Thor Salayandia
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