Las memorias de don Rómulo Escobar no dejan de sorprenderme. Cada vez que las leo, encuentro nuevos matices; pero, sobre todo, descubro en ellas al viejo Ciudad Juárez, aquel lugar que muchos ni siquiera imaginan: un pueblo de campo, con gente sencilla, en convivencia estrecha con los animales, donde predominaban el respeto por el orden natural, la religión, las tradiciones y las costumbres como guías para llevar una vida en equilibrio.
El Ciudad Juárez que describe Rómulo Escobar se asemeja a una comunidad solidaria. Aunque a simple vista podría calificarse como “rancho” —y no estaría mal—, el término a veces se utiliza de manera despectiva por quienes desconocen el valor de las prácticas rurales. En sus memorias sobre el Rancho La Posta, don Rómulo lo cita como ejemplo de la hospitalidad juarense.
Esa hospitalidad nació de dos factores: primero, el campo, que marcaba la vida de sus habitantes; segundo, el aislamiento geográfico de la ciudad. Quien cruzaba las vastas praderas de Chihuahua para llegar a la Misión de Guadalupe emprendía un trayecto tan desgastante como valiente. Por ello, en la región existía un acuerdo tácito: recibir y atender al viajero.
Don Rómulo recuerda que La Posta se ubicaba en las afueras de Juárez y todo aquel que pasaba, de entrada, o salida, debía detenerse. De día, se ofrecía agua a las bestias y tortillas con agua fresca a los viajeros; de noche, café y pan. Sus anfitriones eran don Juanito y doña Francisca, quienes, incluso en los albores de la Revolución y ya en su vejez, jamás dejaron de brindar alimento y agua a quien lo necesitara. Eso sí, tomaban precauciones: al llegar un desconocido, gritaban “¡Ave María Purísima!”; si la respuesta era “¡Sin pecado concebida!”, se sabía que era hombre de bien; si no, podía tratarse de un bandido.
Todos conocían a los ancianos de La Posta. La misma comunidad los protegía y respetaba por su generosidad. Recuerdo con nostalgia esa forma de identificar a una persona de bien, porque me remite a mi infancia en el valle donde nací. Allí, las marchantas —mujeres indígenas que vestían enaguas y ofrecían artesanías, jarros, comales de barro o servilletas bordadas— llegaban a las casas diciendo la misma frase: “Ave María Purísima”. Mi abuela, aun sin comprarles, las invitaba a pasar, les preparaba tortillas, comida, café o agua de sabor, y las despedía con un “vayan con Dios”.
Cuando le pregunté por qué lo hacía, me explicó que esas mujeres venían de muy lejos, muchas veces a pie, y si no vendían nada, tenían que dormir en la calle hasta reunir lo necesario para regresar a sus pueblos serranos. “Ellos no están robando, están trabajando —me decía—, y hay que ayudarles aunque sea con un taco, porque Dios todo lo ve y todos somos sus hijos.”
Cuando llegué a Ciudad Juárez, fui testigo de esa misma hospitalidad: el pasajero que alcanza la ruta gracias a un grito solidario, la invitación a comer sin esperar nada a cambio, la inclusión en la conversación aunque uno no pueda aportar. Con los años, he comprendido que la hospitalidad es uno de los valores más preciados de Juárez, y que por empatía, responsabilidad y gratitud, uno debe actuar de la misma manera.
No obstante, últimamente noto que muchos jóvenes parecen ajenos a esta tradición. A veces percibo en ellos egoísmo y cierta superficialidad. Aun así, seguiré fiel a esta costumbre, porque creo firmemente que la hospitalidad no solo es un rasgo cultural, sino una manera de honrar nuestra historia y mantener vivo el espíritu de comunidad.

Marduk Silva
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Profesor en Preparatoria Lobos de la Universidad de Durango Campus Juárez y en la Escuela Preparatoria Luis Urias.
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