La libertad de expresión es piedra angular de cualquier democracia, permitiéndonos disentir, criticar y debatir sin miedo. Pero esta libertad conlleva una responsabilidad: no se vale usarla para sembrar odio, disfrazar privilegios de sabiduría ni promover nostalgias del patriarcado como si fueran verdades absolutas. El reto democrático no es callar voces incómodas, sino desenmascararlas cuando se vuelven peligrosas.
En los últimos años, nuestra frágil democracia ha avanzado en la inclusión de voces silenciadas durante siglos: mujeres, diversidades, infancias… Hoy hablan, protestan, lideran. Pero cada paso adelante genera resistencias. Y a veces, estas resistencias llegan envueltas en discursos “bien intencionados” que, desde una aparente buena fe, cuestionan el progreso como si fuera el problema.
El reciente mensaje del futbolista Javier “Chicharito” Hernández es un ejemplo perfecto. Desde su tribuna digital, con millones de seguidores, decidió advertirnos que las mujeres “están fracasando” por erradicar la masculinidad y convertir a la sociedad en un espacio “hipersensible”. Nos exhortó a “encarnar nuestra energía femenina” limpiando, nutriendo, sosteniendo el hogar. Y cerró con una joya de mansplaining emocional: “No le tengan miedo a ser lideradas por un hombre que solo quiere verlas felices”.
No se trata de censurar, sino de hacer una crítica profunda. Este no es un discurso cualquiera. Es un mensaje que legitima roles de género rígidos, romantiza la subordinación y sugiere que el avance de los derechos de las mujeres es una amenaza para la masculinidad. En una sociedad donde siete de cada diez mujeres han vivido algún tipo de violencia, este tipo de mensajes no son inocentes. Son gasolina en la hoguera de los odios sociales.
El problema no es que Chicharito exprese su visión del mundo, sino la desigualdad estructural desde donde lo hace. Mientras para él “cuidar” o “limpiar” es una posibilidad casi poética, para millones de mujeres —sin red de apoyo, sin acceso a guarderías, sin salario justo— es una imposición brutal. Como decía mi tía Alma, y lo repito siempre: “Luchemos por condiciones en las cuales efectivamente se pueda elegir lo que cada quien desee. A veces, la vida no te deja”. Ese es el punto ciego del discurso de Hernández: habla de elección sin reconocer los obstáculos que impiden ejercerla.
Por eso necesitamos recordar el justo medio del debate democrático: sí, todas las voces deben ser escuchadas, pero también deben ser confrontadas cuando refuerzan sistemas opresivos. La libertad de expresión no es inmunidad frente a la crítica. El pluralismo exige que dialoguemos desde la responsabilidad, no desde el privilegio disfrazado de consejo espiritual.
Lo más preocupante no es solo lo que dijo Chicharito, sino la cantidad de personas que lo aplauden. Esos aplausos no celebran un acto de valentía, sino un acto de nostalgia por un mundo en el que los hombres mandaban y las mujeres obedecían. En esa nostalgia se cocina un retroceso peligroso: el del péndulo moral que regresa a los tiempos donde la libertad de las mujeres era vista como una anomalía.
La buena noticia es que no estamos solas. Cada vez más mujeres —y hombres también— alzan la voz para decir que no, que no permitiremos que nos devuelvan al rincón del hogar como único destino. Que la sensibilidad no es debilidad, sino una forma de resistencia frente a un sistema que ha normalizado la violencia.
Chicharito tiene derecho a hablar. Y nosotras, a contestarle. No para callarlo, sino para señalar que, en esta cancha llamada democracia, los goles a favor de la igualdad siempre serán más valiosos que los autogoles del machismo disfrazado.
Que se escuchen todas las voces, sí. Pero que también se escuche el eco firme de quienes decimos: no estamos fracasando. Estamos cambiando el juego. Y eso, claro que incomoda.
Georgina Bujanda
Licenciada en Derecho por la UACH y Maestra en Políticas Públicas, especialista en seguridad pública con experiencia en cargos legislativos y administrativos clave a nivel estatal y federal. Catedrática universitaria y experta en profesionalización policial.
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