Desde hace varias décadas, México no había visto un programa de vivienda social con el alcance, la ambición y la profundidad que hoy impulsa el gobierno federal encabezado por Claudia Sheinbaum. La nueva estrategia nacional en materia de vivienda no sólo rompe con inercias de sexenios anteriores, sino que redefine los objetivos y los instrumentos del Estado para garantizar el derecho a una vivienda digna.
Durante mucho tiempo, los programas de vivienda en México estuvieron orientados fundamentalmente a atender a los trabajadores formales afiliados al INFONAVIT y al FOVISSSTE, dejando de lado a millones de mexicanos que, al carecer de seguridad social, quedaban excluidos del acceso a un crédito o un apoyo habitacional. Con la administración de Sheinbaum, ese paradigma comienza a cambiar de forma estructural.
El Programa Nacional de Vivienda para el Bienestar plantea la construcción de más de un millón de viviendas nuevas durante el sexenio, además de 1.55 millones de acciones de mejoramiento, ampliación y regularización. Estas cifras, por sí mismas, reflejan una escala de intervención pública que no se veía en décadas recientes. No se trata únicamente de créditos para adquisición de vivienda —como en administraciones pasadas— sino de un modelo integral que abarca desde la construcción directa, la regularización de la tenencia de la tierra, hasta el desarrollo de esquemas de renta con opción a compra.
Uno de los aspectos más novedosos y disruptivos de esta política es su foco en los sectores históricamente marginados: jóvenes de 18 a 30 años, mujeres jefas de familia, población indígena, adultos mayores, trabajadores informales y no derechohabientes. Grupos sociales que durante años fueron invisibles para los grandes programas de vivienda, hoy son el centro de la estrategia. El objetivo es claro: democratizar el acceso a la vivienda, más allá de las fronteras del empleo formal.
Además, la reforma al Infonavit —con la creación de una empresa estatal constructora de vivienda— marca un viraje respecto al modelo de mercado inmobiliario que dominó los últimos 30 años. Ahora el Estado no sólo financia, sino que también construye y administra directamente desarrollos habitacionales, buscando evitar los abusos, las malas prácticas y la especulación que tanto dañaron a los derechohabientes en el pasado. El enfoque es claro: viviendas bien localizadas, con servicios, cercanas a los centros de trabajo y con costos accesibles.
Es importante subrayar que esta política de vivienda tampoco descuida la necesaria vigilancia y rendición de cuentas. Las reformas al Infonavit han incorporado mecanismos adicionales de supervisión a través de la Auditoría Superior de la Federación y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, reconociendo los riesgos históricos de corrupción y desviación de recursos que durante años afectaron al sector.
Si bien el gobierno de Andrés Manuel López Obrador puso énfasis en la autoproducción y el mejoramiento de viviendas existentes —beneficiando a millones—, la administración de Sheinbaum está apostando por una solución estructural de largo alcance, que no sólo atiende la urgencia, sino que busca reducir el rezago habitacional de raíz.
El desafío ahora está en la implementación. La construcción masiva de vivienda social requiere no solo recursos, sino una estrecha coordinación entre los tres niveles de gobierno, planeación territorial responsable, infraestructura básica, transporte público eficiente y participación comunitaria.
Estamos ante una política pública que, de ejecutarse con transparencia y eficacia, puede marcar un antes y un después en la historia del derecho a la vivienda en México. El gobierno de Claudia Sheinbaum está colocando sobre la mesa un modelo audaz, con el potencial de corregir décadas de desigualdad habitacional. Por primera vez en mucho tiempo, millones de mexicanos que nunca habían tenido oportunidad de soñar con un hogar propio, hoy se asoman a una ventana de esperanza.

Pedro Torres
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