Una mirada al corazón cultural que sabotea sus propias victorias
Cada vez que en Juárez se intenta levantar algo grande —una obra pública, un corredor industrial, un festival, un equipo de fútbol, un centro de convenciones, un puente, un movimiento ciudadano, un esfuerzo colectivo— la historia parece repetirse: primero viene la ilusión, luego la sospecha, después la burla, y al final… el abandono.
No es una maldición. Es cultura.
Y quizá, con más crudeza: es nuestra forma colectiva de no saber qué hacer con el éxito.
Cuando buscamos razones por las que los grandes proyectos no se consolidan en México, casi siempre señalamos hacia arriba o hacia afuera: “fue el gobierno”, “no hubo recursos”, “la corrupción lo mató”, “los de afuera no nos dejaron crecer”. Pero ¿y si parte del problema estuviera en nosotros? ¿En esa idiosincrasia colectiva que lleva décadas moldeando nuestras reacciones, nuestras creencias y hasta nuestras expectativas?
Pocas veces nos atrevemos a mirar hacia adentro. Hacia ese inconsciente colectivo que, una y otra vez, construye la narrativa de que aquí las cosas no se pueden lograr. ¿Y si Juárez —como muchas ciudades mexicanas— tiene un miedo profundo, casi inconsciente, a ganar?
Permítame distinguido lector, deshilachar esta idea de la idiosincrasia que nos aqueja:
El síndrome del cangrejo
Una idea sencilla pero profundamente arraigada: si yo no subo, tú tampoco. Aquí, cuando alguien prospera, se duda. Cuando una colonia mejora, se critica. Cuando alguien impulsa un proyecto colectivo, se le busca “el interés oculto”. Si alguien quiere que las cosas funcionen… seguro es porque se va a beneficiar.
La idea de que el éxito ajeno es una amenaza personal es una herida social que llevamos siglos sin sanar. Por eso, cada vez que un proyecto empieza a consolidarse, la presión no viene de arriba, viene de los lados. Y es más efectiva que cualquier saboteo político.
Pero esto no nace del odio al otro. Nace del miedo a quedarnos atrás. De una cultura que nunca ha sido educada para celebrar el mérito sin sentirlo como amenaza. El éxito ajeno, en lugar de inspirar, incomoda.
El miedo al cambio
¿Y si hemos aprendido a sobrevivir, pero no a sobresalir? ¿Y si estamos más cómodos en la lucha que en la victoria? Porque luchar nos da identidad. Pero ganar nos exige cambiar, redefinirnos.
Nos exige transformarnos de víctimas en responsables. De criticones en constructores.
Juárez, como muchas ciudades mexicanas, se ha hecho fuerte en la resistencia. Pero no sabe qué hacer con la estabilidad. Mucho menos con el triunfo. Y esa incomodidad se nota: cuando algo empieza a funcionar, se vuelve “sospechoso”. Cuando algo se profesionaliza, se vuelve “elitista”. Cuando alguien propone, se vuelve “protagonista”.
La sospecha como escudo
Tras décadas de corrupción, promesas rotas y despojos institucionales, desarrollamos una defensa: la sospecha automática. “¿Quién está detrás?”, “¿con qué fin?”, “¿y eso pa’ qué sirve?”. El cinismo dejó de ser un filtro y se convirtió en el punto de partida.
Ya no sabemos cómo confiar, solo sabemos cómo desmontar todo lo que parece muy bueno.
Y lo trágico es que eso también lo aplicamos entre nosotros. Entre ciudadanos. Entre vecinos. Entre generaciones. Por eso, cuando algo parece demasiado bueno, desconfiamos. Este pensamiento no es gratuito. Décadas de traiciones institucionales han sembrado una cultura de sospecha. Juárez, como muchas otras partes del país, ha aprendido que creer es exponerse.
La maldición del corto plazo
Un país con hambre no puede pensar a 10 años. Por eso es entendible. Pero también es peligroso.
Los grandes proyectos —los que cambian ciudades, mentalidades, generaciones— requieren tiempo, disciplina, paciencia.
Pero nuestra cultura exige inmediatez. Si no se ve el cambio en tres semanas, no sirve. Si no da resultados en la primera gestión, hay que tirarlo. Si no rinde políticamente en el primer trimestre, hay que sepultarlo. Un parque bonito, una universidad nueva, un tren, un equipo de fútbol profesional… Todos requieren tiempo. Años, incluso. Pero el mexicano promedio está entrenado a pedir resultados inmediatos.
Pensamos en sexenios, no en siglos. En campañas, no en legados.
Caudillos, no instituciones
Nos gusta que haya un caudillo. Alguien que hable por todos, que nos emocione, que encarne el cambio. Mientras esté él o ella, el proyecto vive.
Pero apenas esa figura se equivoca o desaparece, todo se viene abajo. Porque no construimos estructuras, construimos ídolos. Y los ídolos no se reemplazan, se rompen.
Así hemos visto morir proyectos, movimientos, partidos, asociaciones, redes vecinales, colectivos… porque la figura se fue. Y con ella, la voluntad de seguir.
El fatalismo como identidad
Lo decimos con sarcasmo, pero también con resignación: “Así somos”, “Aquí nunca cambia nada”, “Juárez está maldito”, “México no tiene arreglo” “Juárez, la ciudad resiliente”.
Esas frases no son ironías. Son corazas. Son excusas culturalmente aceptadas para no involucrarse, no confiar, no actuar.
Y lo peor: las decimos con orgullo, como si la resignación fuera un símbolo de lucidez.
Nos reímos de nuestras derrotas porque, si nos las tomamos en serio, duelen demasiado.
Pero bajo ese sarcasmo hay una realidad: nos hemos convencido de que no merecemos ganar.
Y cuando eso se vuelve parte de tu ADN colectivo, no hay proyecto que aguante. Hay una parte del alma colectiva que prefiere tener razón (en su pesimismo) a equivocarse creyendo. Porque si uno cree y luego se lo quitan… duele. Entonces mejor no creer.
El elefante frente al espejo
Entonces, ¿por qué no se consolidan los grandes proyectos en México? ¿En Juárez? ¿En nuestras calles, nuestras universidades, nuestras colonias?
Sí, hay corrupción. Sí, hay intereses. Sí, hay estructuras que boicotean. Pero también hay algo más profundo, más doloroso, más íntimo: nosotros mismos.
Porque no basta con querer que algo funcione. Hay que estar dispuestos a sostenerlo, a defenderlo, a comprometerse con él cuando ya no está de moda, cuando exige sacrificios, cuando se vuelve incómodo.
La verdadera transformación cultural no empieza en las urnas, ni en los presupuestos, ni en las redes sociales con sus hashtags. Inicia cuando dejamos de celebrar el cinismo y empezamos a reconocer el valor de creer, aun sabiendo que nos puede doler.
No se trata de tener más obras, más proyectos o más discursos. Se trata de tener más ciudadanos conscientes de sus propios prejuicios. Más personas dispuestas a pelear por algo más grande que su comodidad.
Más comunidades que se cansen de reírse de sí mismas y empiecen a exigirse en serio.
Porque Juárez —como México— no necesita que todo cambie. Necesita que dejemos de ser los primeros en sabotearnos.
Y esa batalla no se gana con votos ni con obras. Se gana en el corazón de cada uno.
Cuando por fin nos preguntemos, sin sarcasmo, sin cinismo, sin miedo:
¿Y si esta vez, sí ganamos, podremos sostenerlo?

César Calandrelly
Comunicólogo / Analista Político


