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    diciembre 3, 2025 | 13:57

    Trump quiere entrar. ¿Y México, está dispuesto a ceder?

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    Como lo hemos venido observando en los últimos días, y como se le planteó directamente al presidente Donald Trump por parte de un reportero, la propuesta ha vuelto a resonar con fuerza: enviar tropas del ejército estadounidense a territorio mexicano para “combatir al narco”. Trump, en pleno ejercicio de su segundo mandato, no sólo lo confirmó, sino que lo ofreció como una muestra de compromiso con la seguridad regional… y con la supuesta “pacificación” de México.

    Pero, ¿qué significa esto en realidad?

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    Desde nuestra perspectiva —la de una nación con memoria histórica de imposiciones y subordinaciones— la idea suena, como mínimo, a una amenaza directa a nuestra soberanía. Pero vale la pena ir más allá del impulso patriótico y enfrentar una verdad incómoda: el crimen organizado está gangrenando nuestras instituciones, corrompiendo cuerpos de seguridad, debilitando al poder judicial y contaminando el tejido social.

    Cada vez más jóvenes, familias, empresarios e incluso autoridades se ven arrastrados —por necesidad, por miedo o por codicia— a los circuitos de la ilegalidad. Y si bien nos asusta la palabra “intervención”, también debe alarmarnos una realidad irrefutable: el Estado mexicano no ha logrado contener a estas redes criminales. Lo vimos de forma grotesca en el sexenio pasado. El propio Presidente ordenó la liberación de un presunto líder del crimen organizado, ante la amenaza directa de represalias contra la población civil.

    Entonces, la pregunta se vuelve más compleja:
    ¿Estamos ante una violación inminente de nuestra soberanía nacional, o ante la llegada de una mano extranjera que —aunque cuestionable— intenta ofrecer ayuda en tiempos difíciles?

    Estados Unidos no necesita desplegar tropas para intervenir en México. Le basta con las políticas públicas disfrazadas de cooperación.

    Un ejemplo claro fue el Plan Mérida, firmado en 2008 entre los gobiernos de Felipe Calderón y George W. Bush. Presentado como una alianza bilateral para combatir al narcotráfico, este acuerdo estableció que México recibiría apoyo técnico, armamento y capacitación militar… siempre bajo los términos, supervisión y prioridades de Washington.
    La narrativa era de colaboración; la realidad, de condicionamiento.

    A cambio de esa “asistencia”, México renunció, en gran medida, a su enfoque soberano en materia de seguridad interior. Vimos una creciente militarización, una escalada de enfrentamientos y una transferencia velada de la estrategia estadounidense de guerra al interior del país. ¿El resultado? Más violencia, crisis de derechos humanos y una dependencia estructural en materia de inteligencia.

    Ahora bien, no todo lo que vino del norte fue necesariamente inútil. Algunos programas de fortalecimiento institucional, capacitación forense o cooperación tecnológica dejaron capacidades instaladas.
    La pregunta no es si se puede colaborar con Estados Unidos. La verdadera pregunta es cómo, en qué términos y bajo qué mando.

    Por eso, la propuesta del presidente Trump no puede leerse de forma simplista. Sería irresponsable rechazar de tajo cualquier posibilidad de cooperación internacional en un contexto donde el crimen organizado ya rebasa fronteras. Pero también sería ingenuo no reconocer los riesgos de repetir esquemas de subordinación donde lo que se impone es la lógica del otro.

    Lo que se pone sobre la mesa no es un plan de ayuda. Es una reedición —potencialmente útil o peligrosa— de una historia que aún no sabemos reescribir con dignidad y estrategia propias.

    El gobierno estadounidense, bajo la presidencia de Donald Trump, ya ha clasificado a varios cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras (FTO, por sus siglas en inglés). Esta decisión no es meramente retórica: modifica de raíz el marco jurídico que regula la actuación de Estados Unidos fuera de su territorio.

    Amparado en el Patriot Act, el Título 22 del Código de los EE. UU., y otras disposiciones legales, Washington ahora tiene la facultad legal para ejecutar operaciones financieras, militares o cibernéticas sin el consentimiento del país huésped, si considera que hay una amenaza terrorista.

    Dicho de otro modo: México ha sido colocado en la antesala jurídica de la intervención. Y aunque el discurso oficial hable de “colaboración bilateral”, los hechos muestran otra cosa: Estados Unidos se ha otorgado a sí mismo el derecho de actuar aquí, bajo su propio criterio.

    Políticamente, el dilema para México es grave.

    Si rechaza la acción estadounidense, puede ser acusado de complicidad o debilidad institucional.
    Si la acepta o tolera sin condiciones, entrega su política de seguridad a una potencia extranjera y refuerza la narrativa de un “Estado fallido”.

    Además, el impacto reputacional será devastador: la designación implica que México es percibido no solo como un país con problemas criminales, sino como un territorio donde operan grupos terroristas internacionales. Esto afectará inversiones, tratados y la percepción global de nuestro Estado de derecho.

    Frente a una designación unilateral como la que ha hecho Washington, México no puede darse el lujo de reaccionar con impulsos patrióticos ni con frases de ocasión. La historia no absolverá ni la ingenuidad ni la omisión.

    Hasta ahora, la reacción ha sido tibia. Declaraciones bien intencionadas, apelaciones a la amistad y llamados a la diplomacia no bastan. Lo que se requiere es una doctrina de Estado clara, contundente y orientada por tres pilares:

    1. Blindaje jurídico y diplomático, con líneas rojas definidas ante cualquier acción extranjera, y mecanismos de cooperación subordinados al interés nacional.
    2. Fortalecimiento institucional interno, que vaya más allá de las Fuerzas Armadas: inteligencia civil, control fiscal, justicia autónoma y presencia territorial real.
    3. Reposicionamiento internacional, donde México deje de ser problema y empiece a ser actor. Con liderazgo regional, alianzas latinoamericanas, y una voz firme ante Estados Unidos.

    Esto no es un asunto del Ejecutivo. Involucra al Congreso, al Poder Judicial, a la prensa libre y a la sociedad civil. Porque si permitimos que esta nueva política se cocine en lo oscuro, cuando queramos reclamar soberanía, solo nos quedará el cascarón institucional.

    El crimen organizado no se combate con discursos patrióticos ni con sumisiones disfrazadas de diplomacia. Se combate con Estado. Y eso exige claridad estratégica, soberanía activa y una ciudadanía que entienda que la seguridad también es política.

    Lo que propone Trump ya no es una amenaza latente. Es una realidad jurídica y operativa que redefine el tablero de poder en el continente. Hoy el dilema no es elegir entre los cárteles o Estados Unidos. El verdadero desafío es construir un México que no necesite ni del uno ni del otro para garantizar paz y justicia.

    No se trata de negar que necesitamos ayuda.
    Pero sí de tener el carácter para decidir cómo se recibe, en qué términos y bajo qué mando.

    Porque aceptar tropas extranjeras bajo la etiqueta de “ayuda” sin condiciones claras no es derrotar al narco.
    Es entregar las llaves de la República sin saber quién las va a usar.

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    Daniel Alberto Álvarez Calderón

    Político y abogado chihuahuense con experiencia legislativa y empresarial. Exsubdelegado de PROFECO, ex dirigente del PVEM en Ciudad Juárez y cofundador de Capital and Legal. Consejero en el sector industrial y financiero, promueve desarrollo sostenible e inclusión social.

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